UN HOMBRE DEL COBRE 2ª EDICIÓN-REFORMADA



—Nosotros en nuestra casa teníamos unas escopetas ‘de mixtos’, de ésas que se cargaban por la boca, y ocurrió una vez… Que, por cierto, estas escopetillas estaban ya desechadas, ¡vamos, que eran inservibles y nosotros las cogíamos para jugar! Yo me acuerdo que nos las poníamos de bandolera y nos íbamos a jugar con ellas. Tendríamos nosotros unos diecisiete o dieciocho años, ya éramos ‘mocitos’ los dos. Y por lo visto, hubo un chivatazo a la policía y dieron el nombre de mi primo Baltasar; que, por cierto, era cuando trabajaba mi primo por esa época en el cortijo Matapuercos. Y llega la policía a la casa preguntando por él y le dijeron que no estaba. Y ellos contestaron que lo esperarían. Yo estaba allí en la casa y me enteré de todo y sabía que él se llevó una de las escopetas. Entonces, yo salí por la parte de atrás de la casa corriendo al camino, para esperarle, y por el cerro de los “Matagallos”, donde vive el primo Miguel, lo esperé. Y cuando lo vi ‘de venir’, salí corriendo y le dije lo que estaba pasando:

—¡Mira Baltasar, que te está esperando la policía en la casa! Y él ni se alteró, ¡vamos!, absolutamente despreocupado, como si la cosa no fuese con él. Y sin más, se fue para el chorro y se bajó a la casa por el huerto,  por la parte de atrás de la casa, para seguidamente meterse en la cocinilla y rápidamente colocar la escopetilla justo encima  de la chimenea, por encima del fuego. Y cogió y metió más leña al fuego y la atizó, para que brotara más humo y, como la chimenea no podía con todo, se saliese por fuera de ella y así se pusiese negra y sucia la escopeta, ¡como si no se hubiese usado! Y cuando él vio que la escopeta estaba ya sucia por el humo y ‘tiznada’, cogió y se fue para la casa y se acercó donde le estaba esperando la policía. Llegó y dijo:

—¡Buenas noches! —Y enseguida ellos le preguntaron:

—¿De dónde vienes?—

¡De jugar con mis primos! —les contestó.

—¿Dónde está la escopeta?, que nos han dicho que la tienes tú. —A lo cual él les contestó, con mucho tacto y un gran temple, como él tenía:

—La escopeta está en la cocinilla, colgada.

Y se fueron con él a la cocinilla. Y nada más que llegaron al lugar, un policía cogió la escopeta y, como era de esperar, se manchó las manos de ‘tizne’, pues estaba ya negra del humo, y muy caliente. Y dijo el policía:

—Esta escopeta es más vieja que ‘el palmar de la Luz’.

Pero, a pesar de todo, se lo llevaron a él detenido a la comisaría en el coche, y le dijeron que se tenía que quedar allí esa noche, en la comisaría. Entonces él le dijo a mi madre:

—¡Mire tita! ¡Que tenéis que llevarme un colchón para dormir, sino tendré que dormir en el suelo!: Al final, no se quedó en la comisaría esa noche porque lo soltaron. El era uno de los pocos que conocían quienes eran los que tenían escopetas por estos lugares, y me dijo que, estando en la comisaria sentado, miró para la ventana,  por el cristal de la misma, y le vio la cara a la persona que los chivateava. Cuando lo soltaron, el chivato, como no sabía que él le había visto, se fue junto con él. Y mi primo me dijo que le decía este hombre: Es mejor que lo digas, tienes que decirles quienes son los que tienen las escopetas, porque tú tienes que saberlo. Y Baltasar le decía: Mira, ¡yo no sé ‘na’ de ‘na’! Y de esta forma se lo quitó de encima como pudo. Había que tener mucho cuidado con esa gente, me decía él a los dos o tres días de pasarle el incidente con la policía.
 

—Nos marchamos los dos por la tarde —continúa relatándome Paco—, y fuimos a por ramas de castaños y a por palmas para techar las chozas de la casa. Llevábamos tres o cuatro burros para coger la ‘castañuela’. Me acuerdo que fuimos a por dos millares y nos trajimos un millar. Veníamos por el camino, con los animales ya cargados, tan tranquilos, y, de pronto, se paró un coche cerca de nosotros y se bajan dos señores y dirigiéndose a Baltasar, le dicen: (Con esa solapada provocación, que te imponían en sus interrogatorios).

—Mira Baltasar, será mejor que nos digas quién tiene las escopetas..., ¡quién tiene las escopetas! —le insistían ellos con esa solapada provocación que imponían en sus interrogatorios. Y él se calló y no les contestó. Y entonces, ellos le dijeron:

—Al que las tenga, ¿sabes tú lo que le va a pasar? ¡Que va a tener que cambiar hasta de pellejo! Que si lo tiene blanco, se le pondrá negro. —Y les contesto Baltasar, siguiéndoles la corriente y sin provocarles en nada:

—¡Yo creo eso mismo! —Y sé calló, ya no les siguió la conversación y, por esa vez, la policía le dejó en paz.


Seguimos con nuestra charla sobre la vida de este hombre y le pregunto cómo hago con todos los de su cuadrilla y también por el caballo Mora.

—En esa época Baltasar llevaba en arrendamiento “el cerro del mercado” —me comenta Paco—. Bueno, que toda esa finca la cultivaba él, la que hoy está poblada de pisos, que estaba ubicada a la vera misma de la calle Ancha. “El cerro del mercado”, que es como se le llamaba, ahí es donde él tenía las vacas, y el dueño del caballo, lo tenía también en esa finca.

Una noche, antes de venirse a cenar, cogió él al animal y lo empezó a trastear y, a intentar montarse en él. Y, ¡por fin!, le echó mano y se montó en el caballo como pudo. Recuerdo que los que estabamos con él creíamos que lo mataba. Después de bregar toda la noche con el animal, apenas le hizo nada, unos rasguños de alguna caída que otra que le provocaría al tirarlo al suelo, ¡digo yo!, porque nosotros no lo presenciamos. ¡Era muy duro el puñetero! —apostilla Paco—. A la mañana siguiente, se presenta al dueño del animal y le dice:

—Yo el caballo se lo quiero comprar pero, mire usted, este caballo está muy resabiado, ¡no te puedo pagar lo que me pides! Es que es una fiera, y me va a ser muy difícil el poder domarlo, ¡este animal está hecho de pura dinamita! Es capaz de tirarme y pisotearme. No sé..., no sé..., ¡cualquiera monta a este caballo!

Y el dueño del caballo le dijo a Baltasar:

—Bueno, pues ya llegaremos a algún acuerdo. ¡Ponga usted el precio y deme usted menos!

Y yo no sé lo que le dio —me dice Paco—, pero lo que sí sé es que se lo dejo por bajo precio. Y el dueño del caballo, ya después de vendérselo, le insistía a Baltasar:

—Chiquillo, ¡que ese caballo te va a matar!

Y él le decía:

 —¡Va!, ¡va!, ¡que me va a matar a mí, el caballo!

¡Bien sabía él cómo era el caballo Mora! Después de las noches que pasaron juntos para poder hacerse con el animal... porque resulta que fueron muchas las noches que estuvo trasteando al animal. Por eso se hizo con él esa noche, con las correrías que tuvo él con el caballo antes de comprarlo… —me dice Paco.

Ya después, cogió el caballo de la brida y se marchó de allí, y un poco más adelante, dando un salto se montó en el animal. Y viniendo para arriba, hacia la casa, por el camino se encontró con el ‘descansado’ de mi hermano Pepe y Baltasar le dijo todo serio:

—Pepe, móntate en el caballo y date una vuelta con él —a lo que respondió mi hermano:

—Mira Baltasar, que yo no estoy loco. Y además, no tengo reuma para que yo tenga que montarme en el caballo. —Se le escapa una risa pegajosa y contagiosa, que me hace reír a mí también—.

Y, sin más ya tenía el caballo aquí en su casa.

Una noche, hallándonos en la era —sigue relatando Paco—, me voy a dar una vuelta con el caballo, a ver cómo va. Y fue y le puso el ‘jato’ y, sin más, se montó en él y sólo dijo: “¡Hop!” Eso fue montarse y verse y no verse. Transpuso por ahí, por la era que estaba por debajo de lo de Alberto, ¡y yo qué sé dónde fue a parar! Ya había pasado un rato largo y nosotros allí desesperados, y pensábamos: a éste le ha ‘revoleado’ el animal, le ha matado o le ha roto algún hueso del cuerpo. Y, por fin, le vemos ‘de aparecer’ montado en el caballo, como si no hubiese pasado nada. Y el caballo, más bien… Él, con esas piernas que tenía acostumbradas a enroscarse a un lado y otro del caballo subido encima del animal… y nosotros mirando cómo estaba el caballo, y éste como si no tuviese nada encima. Vamos, ¡que se hizo con él!

Pasó el tiempo y este caballo ‘se le aguó’ —me dice Paco—. Se quedo cojo y perdió los cascos el animal, y ahí se le murió —señalándome una de sus fincas—. ¡Pero anda que no lo llevó él tras las vacas, por esas sierras, esos caminos, por esas verdes praderas galopando con su caballo!

Llegaba y lo ponía a galope y, al llegar a la altura de la vaca, se tiraba encima de ella y la cogía por los cuernos; y ésa ya no se iba, podías estar tranquilo que ya no se escapaba, la vaca quedaba incrustada entre sus brazos. ¡Era un auténtico vaquero! Quizás haya sido uno de los pocos que ha tenido esta comarca. Vamos, el mejor que yo he conocido, sin lugar a dudas. Fue una persona muy centrada que vivió en este círculo de su pueblo. Lo mejor que yo he conocido por estos contornos.

—Mi amigo Dieguito me amplía la historia que me ha contado Paco, y nos enteramos así de dónde salió la dichosa escopeta, cual era la procedencia de la famosa arma de Baltasar.

Cuando la guerra, había un barco que estaba anclado en la bahía, se llamaba “El Jaime” y era un barco de guerra. Este barco no paraba de tirar bombas sobre la sierra —me testifica Diego—. ¡Todavía quedan por ahí dos proyectiles sin  explotar! Uno estaba por encima del huerto de El Chorro y el otro en la Garganta del Capitán, en el ‘cao’ del molino. Estos proyectiles estaban cargados con ácido vírico, y están sellados con un barniz por dentro para que el ácido vírico no roce el hierro, porque este ácido, al contacto con el metal, forma una cal que se llama ‘vidriato’.

—¿Saben los lugareños que estos proyectiles están en dichos lugares?, le pregunto.

Que sí, que lo saben —afirma Diego—. —¡Pero si esa sierra está llena de proyectiles de morteros de las prácticas de los militares, y muchos de ellos sin explotar! Y no hacen caso. Mira lo que te digo, cuando salta algún fuego no hay quien se arrime por esa zona, porque se revientan con el calor.

—Y me sigue contando Diego:— En la guerra, en el cortijo de Pajarete, que ya está enterrado, fue cuando hicieron el desvío del río, que de esta forma lo quitaron, tapando el río desde este punto hasta Algeciras. En este cortijo vivía “Monsieur La Font”, que era profesor por esa época y él nos daba clases en el Instituto, y su medio de transporte era ir andando todos los días de clase. Monsieur La Font tenía unas escopetas que estaban completas, con su cañón y todo. ¡Yo no sé dónde las encontró pero tenía bastantes!, y a los chavales nos las vendía por cinco duros.

Baltasar compró una y no sé como se lió la cosa, pero la Guardia Civil se enteró de que Baltasar tenía una escopeta de ésas. Que, por cierto, otra tenía Curro Blanco y otra, Antoñillo López Domínguez. Entonces ellos, al enterarse que lo sabía la Guardia Civil, cogieron y las desarmaron, junto con Antoñillo ‘el Esteponero’, que ya ha fallecido también. Y las escondieron en unas flores, al lado de unos alamillos; las pusieron en medio de la mata, con el cañón para abajo. Y allí tuvieron que aguantar el agua y el sol.
 

Por aquella época no había munición ni mixtos ‘de fulminante’ y, ¿sabes cómo nos las arreglábamos para hacerlas funcionar? Pues te lo digo: con unas cajetillas que había. Una cajita que la traían de Córdoba y que se le llamaba “La brillantina Trece”, que costaba por aquel tiempo 50 céntimos de peseta cada cajetilla. Por munición usábamos chinas machacadas. Cargábamos el cañón de chinas y en la chimenea le poníamos una cerilla. Y de esta forma conseguíamos disparar las escopetillas —finaliza Diego.
 

Escopeta propiedad de D. Diego Rodríguez ya fallecido

Después de estas explicaciones, Diego me enseña una de dichas escopetas, de las de dos cañones, con su ballesta para prensar por su boca las piedras. Y me trae también una cajita de fulminantes, y me explica cómo los colocaban para su explosión. Diego se introduce en su cuarto y me trae otra más antigua. Ésta es de un solo cañón, que dobla con mimo por la mitad y me dice:

—¿Ves? De esta forma se podía meter en cualquier parte o lugar. ¡De estas reliquias yo no puedo desprenderme por nada del mundo!

Mediados de Agosto. Me acerco a Chorrosquina. Estoy invitado a pasar un buen rato con los míos. Tras los saludos de rigor, pregunto por Miguel y me dice María, su señora:

—¡Miguel se marchó muy temprano para la sierra! Le falta una vaca y fue en su busca No sabemos cuándo vendrá. Almorzamos y no ha aparecido.

Me quedo esperándole mientras los demás se van cada uno a su tarea; yo me quedo solo en la casa. Y por fin, sobre las cinco de la tarde, le diviso montado en su cabalgadura, su ropa está más negra que el carbón después de pasarse todo el día por esos montes.

—¿Cómo vienes así? —le pregunto.

Aunque esboza una sonrisa, se nota el cansancio en su cara. Desmonta de su caballo y lo deja pastando en su finca después de aligerarle de su montura.

—Chiquillo, ¡me he recorrido toda la sierra! He llegado hasta Los Barrios y no he encontrado a la dichosa vaca. Me tendré que ir otro día a buscarla… —me contesta con seriedad. Con la cara crispada por el cansancio y todo lleno de manchas de carbón, me sigue diciendo:

 —Está toda la sierra por arriba todo quemado y de apartar las matas, ya ves cómo me he puesto. ¡Así, como un piconero!

Y seguimos charlando:

—¿Me han dejado algo para comer?, —pregunta.

—Sí —le contesto—, en la mesa de la cocina lo tienes. ¡Espera Miguel!, que te ayudo a servírtelo, que tú estarás cansado…

Se sienta en la mesa que tiene en el patio de su casa mientras le ayudo y le saco los platos con la comida del interior de la cocina. Entre bocado y bocado empezamos a charlar.

—Yo tenía mucha amistad con Baltasar. Te puedo contar unas cuantas cosas de él, pero, buenas todas…, buenas todas —me repite—. Un día Baltasar y Castro, el padre, se fueron a caballo a una finca al lado de Tarifa, para que le pagaran algo de lo que aquella gente que fueron a visitar debían, parece que de una deuda pendiente. Y cuando llegaron los dos y se percataron de la situación en que se encontraba dicha familia, dice Castro que dijo Baltasar:

—¿Y quieren que les cobre? ¡Si no tienen ni ‘pa’  comer!

Esto me lo contó a mí Andrés Castro, el padre de Andresillo. Eso no se me puede ‘olviá’ a mí. Y me dijo que cogieron, se dieron media vuelta, y se vinieron sin cobrarles un duro. Y dice Castro que decía Baltasar:

—¿Cómo voy a cobrarles a esas criaturas? ¡Si no tienen ‘na’ que comer! Si no tenían ni donde caerse muertos esta familia…—repetía Baltasar.
 
Este hombre fue una persona firme en sus decisiones y afín a sus convicciones. Yo no puedo hablar mal de él. Fue un andaluz claro y bueno. ¡Vamos, como tiene que ser un hombre!


[“Dios mío, si yo tuviera corazón, escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol”]. García Marquez.


Otra vez, Baltasar estaba ahí, —me señala con su mano Miguel—, en la parte derecha de su finca, que ahí, había un cortijo y vivía un matrimonio en él, ellos solos. Y se conoce que no pagaban la renta o los querían echar los dueños del cortijo, y llegaron los del juzgado y echaron a las criaturas a la calle. Les pusieron los muebles delante de la puerta de la calle, ¡vamos, todo lo que tenían suyo!, de esta pobre gente. Y alguien fue a llamar a Baltasar y, cuando llegó él, ya estaba todo hecho.

Entonces se dirigió Baltasar al yerno de Baldes, que era el abogado y tenía su despacho en Madrid. No sé si metido en el gobierno por esa época… —me indica Miguel—. Y le dijo Baltasar:

 —¡Esto que estáis haciendo con esta gente es un crimen! —Y le dijo el yerno de Baldes:

—Mira Baltasar, mi padre me ha pagado a mí una carrera para esto. ¿Qué voy a hacer yo? ¡Sólo cumplo con la ley!

Y a esta familia la echaron del cortijo. Me acuerdo que le llamaban “La Serrana” y que estaba situado por la parte de abajo de donde se echaba antes la basura. Allí —me señala—, en medio del cerro.
 

Le explico lo difícil que es conseguir sacar las vivencias de esa época a los hombres de su generación y de estos lugares, sobre todo a las gentes de los años cuarenta. Por un momento, su rostro se ensombrece y me dice con incertidumbre:

—Chiquillo, ya no pasará nada, no. Ya han pasado muchos años.

—Esto ya es historia pasada —le digo para su tranquilidad—. Como bien dice el refrán, agua pasada no mueve molinos. Quién se atreve hoy a juzgar a estos hombres, los de aquellos años, con todas las calamidades que pasaron...

—Cada uno hacía lo que podía para sacar a los suyos para adelante. Son ya muchos años… —me dice Miguel como un susurro.
 
Canciones que sonaban por esas sierras en los años dorados de nuestra niñez, allá por los años cuarenta.

“Contrabandista lo quiero.
Aunque lo maten mañana.
Porque si matan al jinete,
queda el caballo y la carga”
 “Dicen que soy hombre malo,
malo, malo averigua.
Porque meee... comí un durazno,
porque meeee... comí un durazno
porque meeeeee... comí un durazno.
Con el corazón colorao”.
 Me estoy acordando de una de las veces que íbamos para Chiclana con una carga de tabaco —vuelve a relatarme Miguel—. Y resulta que nos quedamos dormidos, ¡pero dormidos!

Caminaban los caballos lentos, con la brida suelta, y nosotros íbamos encima de ellos los dos dormidos. Y en esto que el caballo que yo montaba dio un tropezón y me sobresalté y me desperté. Y miro para delante y ¡uh…, chiquillo!, me veo que el caballo de Baltasar se estaba saliendo del camino. Esto era ya de ‘madrugá’, como iba dormido se le paraba el caballo en cualquier sitio y el animal se ponía a comer. Y yo espoleé a mi caballo y me puse a su lado, y le susurraba sucesivamente con poquita voz:

—Chiquillo, chiquillo, no te duermas. ¡Despiértate, que nos queda todavía mucho trecho para llegar al ‘Arroyo Cuevas’ donde tenemos que soltar la carga!

Me acuerdo que llegamos a un prado que tenía muchísimo pasto, parecía que florecía la vegetación por el lugar. Esto era porque lindaba con una acequia. Nos paramos un rato a descansar un poquillo y, ya de paso, soltamos las bestias para que comiesen un poco de pasto y que descansasen un poco; los animales venían cansados del camino tan largo que habíamos recorrido. Recuerdo que era en invierno y estaba yo sentado, fumándome un cigarrillo, y ‘con éstas’ que miro para el lado derecho y, pegando un salto, le digo a Baltasar:

—¡Chiquillo, que está Franco ahí! Y parece que está cazando... ¡Escapemos de aquí, no nos vayan a ver!

Yo lo vi de lejos, con mucha gente al ‘reor’ de él, ¡lo que no me explico es cómo no nos vieron ellos a nosotros! Cogiendo los caballos de la brida nos escapamos entre los árboles, cuando nos alejamos un poco de ellos, nos montamos en los caballos y avanzamos todo lo rápido que podíamos por nuestro camino.

—¡Yo no los había visto chiquillo! —me dijo él—. Me había quedado dormido. Si no te das cuenta tú, el camino que llevábamos era para chocarnos con ellos. Por poco no nos metemos en sus morros.

—Ya por el camino —me decía riéndose—, ¡si casi nos damos de morros con ellos! ¡Y nada menos que con Franco! ¡Anda que no estaba escoltado ni ‘na’ el tío! Estábamos apañados si nos llegan a trincan...

Por fin llegamos a Chiclana y nos dirigíamos con la carga a un punto que ya teníamos concertado. Y allí nos venían los compradores y, de esta forma, vendíamos la mercancía.

A Barbate solíamos ir también pero, ‘mayormente’, las salidas que hacíamos eran a Chiclana. Esta gente que nos cogía el tabaco todavía viven —me atestigua Miguel—. Y todavía está el sitio o lugar donde lo soltábamos que, ‘mayormente’, era tabaco y café. Me acuerdo que nos pagaban en duros, ¡y muy pocos de veinte duros! Y me decía Baltasar:

—¡Illo!, guárdate el dinero bien. ¡Guárdatelo en los calzoncillos no vaya a ser…, que tengamos algún encontronazo a la vuelta!

Chiquillo, todo esto que te estoy contando fue sobre la época de los años cincuenta. Por esa época sería. ¿Por ahí?, por ese tiempo.
 

Me acuerdo que a la vuelta de ese viaje nos encontrábamos muy cansados de tanto cabalgar e hicimos un alto en el camino. Yo amarré el caballo a un árbol, miramos el lugar y nos encontramos unas parras que estaban llenas de uvas. Me acerqué a las parras y llené un saco de uvas, las cargué en el caballo y al animal lo puse a la sombrita y el saco con las uvas, lo puse en el cuello del caballo. Pero, con tan mala suerte, que el animal lo alcanzó girando el cuello, y metió la cabeza en el saco y se comió todas las uvas.
 

En ese momento del relato de Miguel, al caballo que ha soltado en la finca para que pastoree, parece que le resuenan nuestras palabras y, dándose por aludido, el potro nos obsequia con un prolongado relincho. A Miguel le entra la risa, por la trastada que le hizo el caballo al comerse las uvas, que él traía para la casa.
 

Sus historias, sus leyendas y sus recuerdos están vivos y son reales, rodeado de sonidos angelicales de animales en libertad; gallos, pájaros…, ladrar de perros acompañados por el relinchar de los caballos en este rincón de la sierra en medio de la naturaleza; y con un hombre del pasado. Yo me hago esta pregunta. Creo que este hombre no ha entrado en el presente, su mundo se le paró hace muchos años. A pesar de todo, estos hombres se complacen en recordarte los años tan duros que pasaron. Pese al hambre y la miseria. Pero tenía algo en común: la grandeza del ser humano, la generosidad de la amistad y la solidaridad, y, sobre todo, el amor, palabra hoy desconocida. Es ya una desvaída sombra de un mundo definitivamente perdido, para ellos y para mí.


”A los viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido”.
García Márquez


Un día estábamos en la playa descargando un alijo de tabaco —vuelve a contarme Miguel—. Yo ya tenía un caballo cargado de cajas de tabaco, y a mí me estaban cargando el mío. Y en éstas que el caballo dio un bandazo para un lado, que casi tira la carga al suelo. Me acuerdo que tocaba el pito de las siete menos cuarto de la mañana, el de las fábricas de corcho. Y se vuelve Baltasar y me dice:

 —¡Chiquillo, que estamos al descubierto! Vamos a darnos prisa, que se está haciendo de día y nos van a ver. ¡Venga, dale a ese caballo y vete ya!

Y él cogió su caballo y salió como una bala de la playa y yo ya no lo vi más, en un momento desaparecía con el caballo y no lo podíamos seguir. Y nos dirigíamos ahí arriba, a una fuente que le llaman la fuente “del Águila”. Yo me quedé en el barranco, en una punta, y me acuerdo que esta vez había muchas cargas, las que trajeron los caballos, y me quedé en el barranco solo, vigilando. Y cuando llegué a la fuente, donde echábamos las cargas al suelo, me acuerdo que vi que el caballo de Baltasar estaba tumbado en el suelo, ‘hechito polvo’; fíjate tú, desde la playa hasta allí corriendo, y con la carga encima...

Ya era de día, la carretera general la cruzamos antes de que empezara a clarear. Me acuerdo que las patas de los caballos pasaban saltando por la pared y notábamos cómo pegaban en las piedras de la tapia con las herraduras. Total, que cuando pasaron los últimos, ya tenía la pared un boquete hecho por donde pasamos. Y quedó la pared ‘desmochada’ por ese lugar, de las patas de los caballos. Era un caballo muy bueno el que tenía Baltasar.


—Y me dice con gesto airoso:— Este hombre era una persona muy ambiciosa y con muchas agallas: no le tenía miedo a nada, ni a nadie. Era como un manantial de agua, que brotaba de él, apegado a los suyos y dispuesto a ayudar a ‘to’ el mundo.

—Menea su cabeza y su mirada se pierde en la lejanía, que es un  privilegio para la vista y los sentidos el paisaje que desde su casa se contempla. Le brota una sonrisa, estos recuerdos le son gratos, y más poder contarlos. Se sonríe y me dice:— Me acuerdo muy bien de la primera vez, que fue él a por una carga de tabaco. Era muy joven, todavía un chiquillo, recuerdo que Baltasar les tuvo que pagar la carga de tabaco que llevaba el Juan y el ‘Pepito’, como le decían.

Seis cajas de tabaco que con las que le dieron a Baltasar, y se las cargó en el caballo y las amarró al animal. Todos los demás se fueron en los caballos y cada uno cogió su camino. Y él cogió, ‘pin, pan, pin, pan…’, y se fue para El Tunar con su carga de tabaco y la guardó en la casa, en el hueco de la cocinilla. Luego ‘de seguido’, cogió y la vendió él como pudo, por su cuenta. Y el dinero que sacó de las ganancias se lo dio al ‘Pipo’ y él se quedó con el dinero invertido en la operación, ¡nada más! Todas las ganancias se las dio al ‘Pipo’.

Ya después de esto, empezó a pensar que él se podía poner por su cuenta. Que él se atrevía solo, y llegó el momento crucial para él y, sin pensárselo más, un día me dijo que se iba a La Línia a buscar un tío para él. Después de tomar sus contactos, y como ya le conocían por allí, les dijo que él quería trabajar por su cuenta. Y ya a partir de ese día le daban todas las cajas de tabaco que quería, y sacaba los cargamentos cuando le parecía. —Y, frunciendo el ceño, me dice Miguel:— Él me contó que llegó a La Línia, porque ya por entonces él se juntaba con la gente que estaba metida en esto, y les decía a los que repartían el tabaco:

—Cago en diez, cogerme un poco tabaco. ¡Venga, cogerme tabaco!

Y así fue como empezó. Y ya empezó a hacerse increíblemente popular y se fue metiendo poco a poco con cantidades más importantes. Como eran barcos enteros, les decía a los compradores: “Para tal día y en tal sitio quiero el barco de tabaco, tenerlo dispuesto para descargar”. Y aquella mañana convenida, ya tenía preparada la gente. Y allí estaban Baltasar y el barco, ¡no le fallaban!


 Estando en Soria, y desde la cárcel, él seguía trabajando con su gente, sus hombres no le dejaron, le esperaron a que saliese. Y, eso sí —me dice—, en el tiempo que faltó de aquí todos los beneficios se los repartían entre su gente. Baltasar no quería nada, él nos decía: “¡Lo que saquéis, para vosotros!” Desde la cárcel estaba al tanto de todo. Tenía sus contactos, gente que le informaba de todo lo que se hacía, tanto de estas cosas como de las que acontecían en su casa, con el ganado. No le faltó nunca la información.


Cuando vino Baltasar después que lo soltaron, al día siguiente ya hicimos la primera salida. Me acuerdo que dejamos las bestias en los eucaliptos que hay allí en un rancho. Amarramos las bestias y cruzamos la carretera, y nos bajamos por ahí para la playa. Y según nos acercábamos a la mar, sentíamos las oleadas contra las rocas. Ya nos encontrábamos metidos en la playa y mirando para atrás, veíamos que nuestra gente venía detrás de nosotros. Él se lió a correr ‘paí’, ‘pa bajo’ —me explica Miguel señalándome la parte de la costa—. Y él sólo nos decía a ‘to’ la  gente que estábamos:

—¡Venga! ‘Tos pa bajo’…, ‘tos pa bajo’…, ¡deprisa, no dormirse! ¡Quiero rapidez!

Llegó al bote (yo iba con él, estábamos poca gente ese día) y al pasar la barca junto a nosotros, dio un salto desde tierra y, ¡zas!, cayó dentro del bote y éste se movió de un lado para otro. Y le decían los marineros del bote asustados:

—¡Chiquillo!, ¡que nos vamos a caer al agua!

Ya estuvieron charlando entre ellos y, seguidamente, Baltasar  saltó a tierra y se vino para nosotros. ¡Que, por cierto, al final se cayó al agua! Descargamos las cajas de tabaco de las lanchas y las subimos donde dejamos amarrados a los caballos y cargamos el material en ellos. Y sin más, salimos deprisa para la sierra con el cargamento de tabaco. ¡Venga, ‘pariba’, ‘pariba’!, nos decía él. Cogimos por ahí para arriba. Y ya cada uno de nosotros sabía lo que tenía que hacer, y dónde esconder el tabaco.

Y así eran todas las cosas de este hombre.
 

Miguel da una calada a su cigarro y sus pulmones se llenan del humo que expulsa lentamente contaminando el aire que respiro, con sus ojos fijos mirando a la lejanía, observando el hermoso paisaje que tenemos delante de nosotros: el Peñón de Gibraltar, África, Algeciras, la Bahía con el azul de sus aguas. Mis sentidos se relajan contemplando este lindo paisaje. No quiero atosigarle con más preguntas y espero su espontaneidad; que le salga de dentro, sin presión por mi parte. Mientras miramos nuestro entorno podemos gozar del espectáculo de la vista y escuchar los sonidos que nos da la naturaleza. Se respira lo natural por todos los rincones de esta tierra. Sus montañas, sus ríos, sus fuentes… Al fondo, la visión de El Cobre, que nos acompaña en nuestras charlas de tiempos pasados, los de unos hombres que a pesar del tiempo transcurrido siguen metidos en él, en su mundo. Como me suelen decir, no lo cambian por el que tienen ahora.

—Entonces, el mundo era más humano y más sencillo, a pesar de tantas calamidades y penurias, porque las personas importaban más que ahora —me dice Miguel con un balbuceo.


Otra vez, teníamos que hacer un trabajo en un sitio que le dicen ‘los Morileros’ y que está, en la playa, que eso pertenece aquí, al término de Algeciras. Y nos pusimos a trabajar en un sito que se llama los Cascarones de Roldán y como él era muy previsor puso a uno a vigilar a las afueras del camino, por si venía la Brigadilla, que esta vez le tocó a Emilio Blanco. Llegó el barco y sacó la primera ‘botá’. Descargamos las cajas y estábamos esperando la otra ‘botá’ de tabaco y, en esto, que llega Emilio Cabrerilla.

—¿Que pasa?, —le decimos.

—¡Que en lo de Colón ha llegado la brigadilla! —contestó él.
 

Me acuerdo que había dieciocho cajas de la primera ‘botá’ y Baltasar me dice:

—Mira, cárgate estas cajas en los caballos y vete por donde tú puedas, y que sepas que en lo de Colón están ‘los civiles’; cógete por donde te dé la gana, que ya sabes tú donde están ellos esperándonos. Ya nosotros nos encargaremos de la otra ‘botá’.

Y yo cogí por la ‘vereílla’ abajo, después de cargar el tabaco, y me fui por la sierra arriba sin mirar ni para atrás, todo lo ligero que podía, ¡y no había civiles aquel día chiquillo!

Me fui derecho ‘al Bujeo’ y cogí el camino que iba en dirección a los terrenos de los militares. Salté por la carretera general y la crucé mirando para los lados, y me aseguré que no me vio nadie, y dije para mí, ¡a ‘juir’! Los demás compañeros, partieron detrás de mí, porque ellos ya conocían el camino.

Llegué a Ojén yo solo y descargué las tres bestias que llevaba conmigo. Y ya más tarde llegó Baltasar y los demás compañeros, que habían ‘salío’  detrás de mí.
 

En esta otra operación al que cogieron fue al difunto tito Francisco —me dice Miguel—. Que lo trincaron en una angarilla que había allí en el regajo.

Salimos como siempre que salimos a nuestro trabajo y de improviso nos encontramos con unos dieciocho guardias civiles. Sabemos que hubo un chivatazo, ¡alguien nos denunció ese día! Había unos dieciocho de la brigadilla —narra con firmeza—. Dicen que estaban pendientes de nosotros. Y ese día no trabajamos y al día siguiente nos fuimos todos, menos uno, que es el que iba solo delante para mirar el terreno, por si acaso. Y de esta forma fue como cogieron nada más que a tito Francisco, ¡y si lo cogieron fue por culpa de los perros que llevaban los civiles! Nosotros sentíamos: “guau…, guau…”

¡Los perros! dijimos. Y nos dice Baltasar: ¡Me parece que a tito Francisco lo han cogido! Entonces, nosotros nos dimos la vuelta y escapamos para arriba, para la sierra. Y si no cogieron a más ese día fue porque el tío iba delante de avanzadilla y, al meterse en las piedras de la playa y ver a los civiles, empezó a dar patadas a las piedras con fuerza. ¡Vamos!, a meter mucho ruido para que de esa forma nos enterásemos que había peligro. Por eso, cuando le echó el alto la guardia civil y se le acercaron, nos dijo que le decían: “¿Qué te pasa en los pies?” Y él les decía: “¡Nada!, que me estoy quitando el barro de ellos, y por eso doy patadas a las piedras, para quitármelo”. Y de esta forma fue como no pillaron a más gente...

—Le pregunto cómo salió de ésta tito Francisco, y me revela:— De la playa, se lo llevaron detenido al cuartelillo. Y él solo les decía que estaba en el lugar para comprar unas cabras esa mañana. Por eso se quedó a dormir allí, les decía a los civiles que se quedó en un rancho que había en la costa, para así poder ir por la mañana pronto a por las cabras.
 

—Mi tío Francisco en esa época era un tratante de ganado y se dedicaba al comercio de los animales. Los compraba y luego los vendía. Según otras personas que supieron lo del tío Francisco, como es natural, sus hijos, Francisco, uno de ellos me contó:

—A mi padre le tuvieron detenido unos días. Le interrogaron con saña y violencia, muchas veces incontrolablemente por ellos mismos; llegaba a ser una tortura, como acostumbraban ha hacerlo con todo el mundo por esa época.

—Mira lo que te digo, a mi padre lo llevaban por las mañanas allí, donde estaba el último cargamento, que no pudieron sacar y que la Guardia Civil lo mantenía allí vigilado, por si llegaba alguien a cogerlo. ¡Y allí mismo le interrogaban! me dijo él que le decían:

—¿Qué hacías tú aquí? ¡Éste alijo es tuyo!

Y él decía, siempre lo mismo:

—¡Que yo no sé de quién es este alijo!, que yo estoy aquí por las cabras...

Ya pasaron a mayores con el interrogatorio, le amenazaban, pero a la vez los guardias le dieron de lo lindo.

—¡De quién es este alijo! —le insistían—, y él siempre les contestaba que no sabía nada del alijo. Y le siguieron llevando a la playa, donde mantenían el alijo de tabaco, y siempre con la misma cantinela: ¡tú tienes que saber de quién es esto!, repetían. Ya por último, como no le podían sacar nada, se cabrearon, y uno de los guardias le dio un culatazo en la cabeza, en la parte del oído izquierdo. Que, por cierto, ¡se quedó sordo de ese oído! —me dice después su hijo—. Pero mi padre no cantó.  Mi padre no fue ningún chivato —repite su hijo con orgullo.

Mira lo que te digo, a los tres días lo soltaron, con el oído hecho polvo, pero no dijo ‘na’.



Baltasar ya lo sabía, se lo dijeron de seguida. Pero él no podía hacer nada —me comenta Miguel—. Y yo le decía:

—Baltasar, ¿que hacemos?

—Sólo nos queda esperar. No podemos hacer nada. Esto ha tenido que ser un chivatazo —decía—, en estos casos no se puede hacer nada. Eso es lo que ellos quieren, que nos movamos alguno y así coger a más gente.

Viendo lo que pasaba, Baltasar se ‘achantó’ y estuvimos unas semanas sin salir a trabajar, hasta que los guardias se fueron al Pedregoso, para hacer el servicio de Facinas, que era por toda la parte de abajo y por todos esos terrenos por donde hacía el servicio la brigadilla —me explica.

Ya pasadas unas semanas, nos dice Baltasar: “¡Venga chiquillos, que salimos ya!” Y nos subimos a la sierra y todo el género que teníamos allí escondido se cargó en unas pocas bestias, y la otra mitad en las demás bestias. Y cogimos el camino ‘to’ ‘pa’ ’lante’ y a ‘juir’. Llevábamos el cargamento y se lo entregábamos a los compradores. Y todo vendido, él decía: “¡no nos ha ‘salío’ malamente!”

Teníamos que comer, todo es cuestión de supervivencia. Si a nosotros nos da por salir ese día que llegamos, hubieran tiroteado y seguro que nos hubiesen matado algún caballo o a alguno de nosotros. Pero Baltasar esperó, no se movió. Era muy precavido, estaba siempre pendiente de ‘to’, y como a él le dieron alguna señal… —me confiesa—. Baltasar siempre estaba bien informado. Todos sus movimientos y las salidas que hacíamos estaban bien planeadas, por la buena información que él siempre tenía.

¡Y así salimos de esa! —me dice con una franca y pícara sonrisa.



Antonio Molina Medina


CONTINUARA

LA LUZ DEL POTE-POÉTICO DE MARZO

Veintisiente de marzo de dos mil doce, ocho y cinco minutos de la tarde, suenan los primeros acordes de una guitarra...y da comienzo en la Taberna Zabala (Huertas de la Villa, 3) el quinto pote-poético.



Quienes estaban en el exterior, y quienes entrentenidos charlando en el bar se acercan a este, ya nuestro rincón poético, y se sientan o se quedan de pie.





En la calle hace una verdadera tarde primaveral, son horas de asueto y el bullicio del bar y de la clientela a veces nos imposibilitan la escucha, breves segundos, que suplimos con poner aún más ahínco si cabe.

El personaje, poeta en este caso, fue Gabriel Celaya, donstiarra nacido un 18 de marzo de hace ciento un años, si hubiera vivido, de quien hicimos mención al comenzar.





Invocamos la luz de la poesía para presidir nuestra tarde poética, que fue variada en caras, poemas, autores, pero esa diversidad no hace más que enriquecer el ambiente, la lectura, la escucha. En esta variación fueron interviniendo los participantes para finalizar con una performance (un guiño al Día Internaional del Teatro) al hilo de la luz y del poeta al que hicimos alusión al comienzo, Celaya.

Os dejamos muestra de algunas intervenciones:

Karla

Itziar

Xavi

Manuel

Rubén

Pablo

Eduardo

Marifeli

Petra

Julio
Andrea

Ioseba


 


De su poema La poesía es un arma cargada de futuro hicimos una lectura conjunta (dividido el poema en los doce cuartetos que lo componen) y cada quien recitó un cuarteto; primero en orden y luego deconstruído, desordenado, con eco, repeticiones, y al final al unísono llegando con este formato la luz: se apagó la luz del local y quedaron encendidas las velas que portaba cada quien y en esa semipenumbra la poesía, ATRONÓ y nos dejó un sabor de boca inigualable además de su LUZ.


Un resultado muy satisfactorio y por el que Daniela y Antonio agradecen a todas y todos los asistentes su participación. Y como de construmbre llega el momento de dar las gracias. A José Sánchez por su incansable rosaleo de guitarra y a su compañero Manuel, gran guitarrista, acompañándonos, a Narciso y Jesús por el rincón poético, ese que sentimos ya nuestro, a Michel amigo cubano y amigo de la poesía, a los amigos de Amurrio: Itziar, Ana, Jose y Eduardo, a Marfeli y Rubén nuestros cantautores particulares, a Joseba, Isabel, Xavi, Manuel, Karla, Txema, Petra, Julio, Agurtzane, Marijo, Andrea, Eva, Pablo y Manolo Galante.

GRACIAS
POR VUESTRA LUZ Y POR COMPARTIRLA CON EL POTE-POÉTICO.


Antonio y Daniela

UN HOMBRE DEL COBRE 2ª EDICIÓN-REFORMADA

Los recuerdos de Manolo Rojas y otros…



Sigo mi recorrido y, caminando sólo unos pasos, llego a otra puerta cuyo inquilino es otro de los suyos: Manolo Rojas. Al acercarme a su morada me digo: ¿Tendré la suerte de encontrarle en su casa y en un buen estado de salud? Son hombres mayores, ya metidos en edad, cascados por el trabajo del campo y el paso de los años que desde muy niños tuvieron estuvieron pateándose esos lugares para sacar el sustento diario; toda una vida dedicada a ese duro trabajo que es el campo para poder subsistir; esa vida tan dura que les tocó vivir.

Llamo a la puerta de su casa y me sale a recibir una mujer entrada en años.

—Buenos días señora, ¿vive aquí  Manolo Rojas?

—¡Sí! —me responde—, ésta es su casa,  ¿quién le busca?

Yo trato de pensar cómo explicarle quién soy. La observo y la veo recelosa. Ella volviendo la cabeza y con voz suave llama a Manolo:

—¡Manolo!, ¡aquí te buscan!

Y mientras él viene lentamente, ella me abre la verja de la casa. Le veo venir ya entrado en años, delgado pero tieso como un roble, en su rostro se refleja seriedad y facciones agradables.

—Buenos días —le digo.

 —Muy buenas contesta—. ¿Qué quería usted? —me dice.

Yo le digo quién soy y al momento me relaciona con la familia de “los forrajes”, me pregunta por mi madre y me invita a pasar con una gran cortesía. Nos saludamos y, sin más preámbulos, nos sentamos en una pequeña mesa que tiene instalada en la cocina. Le hablo de lo que me lleva a su morada y le explico con detalle lo que pretendo hacer sobre Baltasar.

Su cara se ilumina y se transforma en un gesto de satisfacción y, a la vez, de sorpresa. ¡A mí me parece muy bien que lo haga!, me dice. Y, sin más, comenzamos nuestra gratificante tertulia.

—Baltasar fue muy buena persona para los vecinos, lo mismo que lo fue conmigo. Así empieza Manolo a relatarme sus vivencias con Baltasar y me explica que fueron muchas las vivencias que tuvo con este hombre:

—Yo trabajaba en la fábrica de pescado, que estaba ubicada por ahí abajo, pegando al río de La Miel y que antes fue una huerta muy hermosa, ¡con su molino y todo! —me indica—. Baltasar siempre solía venir a buscarme cada vez que tenía que acudir él a ‘arrecoger’ animales a la sierra y yo siempre me iba con él. Llegaba allí, a la fábrica, y me decía:

—¡Manuel, que se hagan cargo de tu trabajo!

¡No hay problemas!, le decía yo. Seguidamente, se dirigía al capataz y le decía:

—Mire usted, que Manuel  se va a venir conmigo a recoger unas vacas a la sierra.

Y, sin más, yo me iba con él; ensillábamos los caballos y por esos montes llegábamos los dos donde tenía él las vacas y nos pasábamos todo el día recogiéndolas y bregando con los animales de un lado para otro. Recuerdo que las que más guerra nos daban las dejábamos amarradas a los chaparros y las demás las bajábamos para la casa. Y ya al otro día por la mañana, salíamos para la sierra a por las que nos quedaban de bajar.

Yo he bregado mucho con él por esas sierras de Dios… ¡Cada vez que le hacía falta, Manolo Rojas estaba con él! —me indica—.

—Porque él, con el caballo, era más capaz que yo —me subraya—. Pero yo era más capaz que él a pie —asevera—. Yo conocía todos los rincones de esas sierras. ¡Por la boca de la fuentecilla!, ¡por ese sitio van a salir los animales!, le decía yo a Baltasar. Yo cortaba terreno y me iba delante de las vacas. Y cuando llegaba él, yo ya estaba allí. Y me acuerdo que me solía decir él:

—¡Chiquillo!, ¡que siempre está delante!

—En la sierra era yo… más capaz andando, que él a caballo —me repite Manolo—. Aquí en mi casa ha estado más de cuarenta mil veces. ¡‘Mucha amistad, sí que hemos tenido!

Un día fuimos a la sierra los dos a por una vaca, —me sigue contando— y vimos que el animal intentaba escaparse. Él se dio cuenta y puso en marcha velozmente a su caballo, a todo galope, y cuando llegó a la altura de la vaca, se lanzó de un salto sobre el animal ¡y cómo cayó encima de ella! Y después de esto, como pudo, se sujetó agarrándose a sus cuernos. El animal, en su carrera, pasó justo al lado de un chaparro y, esta vez, Baltasar lo veía mal y al pasar junto a él, se agarró a sus ramas y se quedó colgado de ellas como pudo. Seguidamente, llamó a su caballo y esperó. El animal llegó y se puso debajo de él, lo montó de nuevo, salió tras ella y por fin la pudo coger.

¡No era terco ni nada! ¡Se le iba a escapar a él la vaca…! —me decía Manolo muy serio—. ¡Así era él! Un tío muy capaz.

Otra vez, me acuerdo que se nos ‘arreboló’ un toro de unos cuatro años y nos dio mucho trabajo este dichoso bicho. Después de bregar con el animal que, por cierto, nos costó mucho el poder sujetarlo…; él me decía: Mira Manolo, vamos a amarrarlo en ese chaparro, tú te subes al chaparro y yo te lanzo una soga para arriba y en la rama esa gorda que ves, lo sujetas con la cuerda. Me acuerdo que esta vez se nos hizo de noche. Amarramos como pudimos al chaparro, lo dejamos bien seguro y nos fuimos ‘pa la casa’ —explica Manolo.

A la mañana siguiente volvimos y cuando llegamos al lugar donde dejamos al animal amarrado, yo le comenté a Baltasar.

—¿Y ahora cómo lo soltamos?

—Mira, yo me  subo en tus hombros y salto sobre el animal, me dice.

—¡No Baltasar!, le dije yo. ¡Que este bicho nos mata a uno de los dos! A ti y a mí. Y él que dale y yo, ¡que no!

¡Era más testarudo y pesado que un borrego bajo el brazo! —exclama Manolo con una resplandeciente y amplia sonrisa por poder renacer todos los recuerdos tan relevantes y a la vez tan agradables que se ven reflejados en su cara y que son sólo para él; por poder recordar estos tiempos pasados tan agradables y veraces, las peripecias junto a su compañero y amigo que, como la llama de una vela que vemos cómo se nos extingue, se nos acaba apagando sin remisión.

—Llegamos donde dejamos al animal y yo le dije: Mira Baltasar, yo me paso para este lado y, mientras  lo distraigo, tú te subes al chaparro, que eres más joven que yo. Pero esta vez habíamos cometido un error. Y era que le habíamos dejado la soga muy larga, ¡y cualquiera se acercaba al toro! Entonces él se subió al chaparro, que por cierto, ¡le costó!, porque el animal no le dejaba acercarse a él. Y ya fue recogiendo la soga, poco a poco, y de esta forma me pude yo acercar al animal por detrás y soltarlo. Ya suelto el toro del chaparro, Baltasar se subió al caballo, le dio con las espuelas y el animal se lió a correr detrás del toro, desapareciendo como una bala, él y el toro. Yo ya no corría más, le dejé ‘de ir’; era un tío muy capaz con el caballo, no se podía con él.

Tu primo Paco y él me decían:

—Manolo, sube aquí, ponte en este lado… En fin, hacía todo lo que me mandaban. Ellos sabían que yo era muy capaz, yo en lo mío y Baltasar en lo suyo.

—Le pregunto por el caballo Mora, como hago con todos a los que entrevisto, pues cada uno una historieta la cuenta de diferente forma, y creo es de interés. Él me empieza a detallar: —A este hombre nada se le resistía. Una noche se fue, y se coló en la finca donde estaba el caballo, se le acercó muy despacio y el animal no se movió; le quitó la traba que tenía en las patas delanteras y que se la ponían para que de esta forma no se fueran muy lejos, se la quitó y se la amarró al pescuezo al caballo y cogió y se monto en él. Nosotros le decíamos:

—¡Chiquillo que ese caballo te va a matar! Y él ni caso, estuvo toda la noche bregando con el animal.

—¡Yo qué sé si le llegó a tirar al suelo alguna vez! Porque él nunca decía nada, era muy orgulloso y obstinado. Después de la paliza que le dio al animal y la que se dio él, aparecieron los dos: el animal cansado, entregado, y él venía ¡hechito polvo! Después de esto, hacía lo que quería con el caballo, era una muy buena bestia —me susurra Manolo con cara de satisfacción.


Pasa un vecino y le saluda: ¡Manolooooo! Él le devuelve el saludo: ¡Vaya usted con Dios amigo! Manolo me sigue relatando con ilusión:

—A Alberto Del Valle se le soltó una vaca y este hombre llamó a Baltasar para que se la cogiese. Baltasar cogió el caballo y se acercó a mi casa y me dijo:

—Mira Manolo, tú y yo vamos a ‘arrecoger’ la vaca, porque esta gente, me parece que no van a ir ninguno. Mira, está en esa finca, me indicó él, cerca de la finca de Miguel.

Ensillo yo mi caballo y nos acercamos al lugar en el que se encontraba la dichosa vaca. Y me dice Baltasar: Mira, ¡allí está la vaca! Y pillamos los dos y fuimos a por ella; la vaca estaba al lado de un chaparro y para que no subiese más el animal por la parte de arriba, cogió él por ahí —me señala— y rodeó al animal por la parte de arriba. ¡Y no se le ocurre otra cosa que ‘arrecoger’ un chino ‘menuillo’! Lo colocó en la honda y se la lanzó a la vaca, con tan mala suerte que le dio tal chinazo a la vaca, que ésta se desplomó:

—Baltasar que te has cargado la vaca, le dije. ¡Que la has ‘matao’!, le repetía.

Y se puso muy serio y me dijo:

—Va, va, ¡que va a estar muerta!

—Mira Baltasar, ¡que está muerta!, le repetía yo.

Nos acercamos a la vaca y nada más ‘de verla’, fue entonces cuando se dio cuenta él que la vaca estaba muerta de la ‘pedrá’ que le dio al animal. Y exclama él, un poco decepcionado:

—¡Ni que lo hubiese planeado deliberadamente pues, me la he cargado!

¡Se cargó al animal de un chinazo, chiquillo! Este hombre, no tenía temor de ‘na’ —repite Manolo—. Era un hombre muy capaz, era una persona muy completa y de un gran corazón —afirma—.

—Interviene la mujer que nos acompaña para decirme:— Una de las mujeres que lo vieron cuando lo detuvo la Guardia Civil, fue una sobrina mía, que ‘cuantico’ lo vio, vino corriendo a decirlo al Cobre. Además, te voy a decir que este hombre en esa época tenía mucha tela; era un hombre muy valiente y muy bragado —me repite la señora—; era un hombre que sobresalía de los demás. —Se refleja en su mirada que este hombre fue fascinante para ellos y lo dicen con orgullo.
 
Sifón de entrada de la fábrica de la luz
En el río de la Miel

Nos despedimos efusivamente, dejando detrás de mí a una pareja muy agradable, con arrugas en sus caras por el paso del tiempo, rostros envejecidos y curtidos por el clima de nuestra tierra pero con la mente y el espíritu de su juventud. Con ellos puedo comprobar con satisfacción y agrado que se sigue respirando el espíritu de Baltasar en la morada de gentes humildes y sencillas.

De una barriada sencilla. En la Vega de El Cobre y Los Arcos. De una ciudad con luz propia: Al-Yazirat al Jadra o Algeciras. Y de una Nación sin igual: Al-Andalus  o Andalucía.
 

Sigo recorriendo los caminos buscando aventuras y aportaciones que me transporten a un tiempo que ya pasó, para que no quede en el olvido, junto con sus gentes, junto a sus vivencias. 

Mis piernas saben dónde tienen que ir, están dirigidas por mis pensamientos y siguen por la carretera de El Cobre para adentrarse en la calle Curro Muelas y, tras su paso, dirigirme a una de las últimas casas; pasando antes por las de Miguel, Paco ‘el gordo’, Enrique, Lola, Nina, Paco, Paulina, Ana, Anita, Catalina, para seguir caminando hasta acercarme a una verja, que tiene la entrada de la casa de Eugenio Rojas. Este hombre vive al borde del río de la Miel. Su casa está cercana al puente de cemento que cruza dicho río. Paso obligado para pasar a El Tunar y otra opción para pasar a Chorrosquina. Camino que fue un día por el que se tenía que pasar para la recogida del agua al manantial de El Chorro.

Me acerco a la verja de su casa y con voz potente, más bien es un grito, le llamo por su nombre: ¡Eugenio!, ¡Eugenio!, le insisto. Tengo que repetir la llamada: ¡Eugenio!, ¡Eugenio! y en la consabida espera brotan como el trallazo de un látigo mis recuerdos. Y me veo en esa misma casa cuando éramos niños llevando la taleguilla del contrabando que nos daban nuestros mayores, y que yo dejaba en dicha casa (café, tabaco, azúcar, manteca, jabón...). Con la mirada, sigo repasando este lugar privilegiado donde vive Eugenio Rojas. Insisto otra vez y le vuelvo a llamar, pues hay distancia hasta la casa.

Por fin, sale una muchacha y me dice:
 —¿Que quiere usted?
Yo le digo, observándola: ¿Está Eugenio?
—Yo soy su hija, me contesta.
Me identifico y ella me dice:
—Yo vivo al lado de él, en otra hermosa casa.
Le  pregunto otra vez por él y ella le da una voz:
—¡Papá!, ¡aquí te buscan!, le llama.

Aparece Eugenio y le veo venir con esa tranquilidad que siempre le caracterizó, sin ‘bulla’ (como bien dice él), sin agobios ni prisas como en la gran ciudad. Lentamente se va acercando y observo su semblante, su cara sonriente refleja una franca alegría; me conoce, se lo noto. Abre la puerta y con su peculiar sonrisa me dice:

—¡Hombre Antoñillo!, ¿qué haces tú por aquí? Pasa, pasa.

Y sin darme tiempo a saludarle, me hace pasar a su finca; adentrándonos por una vereda con un hermoso paisaje, surcado a derecha e izquierda por todo tipo de árboles frutales y hermosas plantas, hasta llegar a su morada. Por fin llegamos a un patio y me invita a sentarme en una mesa que tiene debajo de una gran higuera para ofrecerme una cerveza, la cual compartimos con otro señor que está preparando una paella de fideos con marisco.

Empezamos a hablar y, mientras me habla de sus recuerdos, le interrumpo y le digo lo que pretendo hacer sobre la vida de Baltasar; cuáles son mis intenciones y que estoy poniendo todas mis ilusiones, en poder escribir la vida de Baltasar. Eugenio se pone a pensar, está desconcertado, no sabe qué decir; yo le dejo que ponga en orden sus ideas, sin atosigarle.

Mientras se decide a hablar, observo con la mirada todo lo que me rodea, sentado debajo de la higuera que nos proporciona una espléndida sombra que nos ayuda a apaciguar el calor sofocante que nos agobia, rodeados de granados, nogales, naranjos, platanales, membrillos … y más árboles que hay por el lugar. Eugenio vive en el centro de la naturaleza, por ello se puede respirar los perfumes que brotan de estas plantas, con satisfacción y la paz que me proporciona el lugar.

—¿Qué más se puede pedir para vivir?

Eugenio es un privilegiado y, a la vez, es un enamorado de la naturaleza.

Le observo y me da la impresión de que le he pillado por sorpresa, él no se esperaba mi propuesta; no sabe que decirme. No se lo esperaba y sigue pensando.

Yo le doy ánimo para que se decida y me cuente cosas y vivencias de Baltasar, tratando de romper el hielo. Le pregunto por el caballo Mora, que sé que le voy a sacar una sonrisa. Por fin, rompe su silencio, y me dice con la sonrisa que esperaba:

—Mira lo que te voy a decir: este caballo se lo compró al que lo tenía porque ese hombre no podía con el caballo.

Saca otra cerveza y la compartimos los tres y, de esta forma, Eugenio poco a poco se va animando a contarnos sus relatos. Instantáneamente, retornamos a los recuerdos y vivencias de la vida de Baltasar Acedo Trola.

Todavía le miro y observo sus recelos. Y comienza a decirme:

—Muchas veces empieza uno a recordar… pero ahora mismo yo... no sé..., era... es que... —titubea, no sale de su sorpresa: Yo lo único que te puedo decir es que ha sido muy bueno para todo el mundo. Has ido a pedirle un favor o lo que sea y él te lo hacía. Después, cuando..., no sé... —sigue titubeando—. Yo desde la edad de once años lo conocía, ya te digo. Si me pongo a contar cosas de cuando él era joven…

—¡Yo que sé!, repite Eugenio rebuscando y hurgando en su memoria...

De pronto, le brota una risa contagiosa. Está poniendo en orden sus recuerdos y preparando sus relatos de esos tiempos ya pasados pero que tiene tan presentes en su recuerdo.

—De Baltasar todo el mundo no piensa igual, las personas somos muy diferentes —me dice—. Me acuerdo que yo tenía unos cochinos en la casa y un día se me escaparon y cogieron el regajo abajo ‘jullendo’ y resulta que se metieron en la finca de Baltasar. Y yo no sabía siquiera dónde estaban los cochinos. Entonces, como siempre, me  fui a su casa a hablar con él, como tenía la costumbre de hacer todos los días. Y cuando yo llegué, a los cochinos ya los habían encerrado. ¡No los encerró él!, los encerró el hombre que tenía trabajando para él. Cuando yo llegué, me dice Baltasar:

—¡Abre la puerta y llévate los cochinos!

—¡No!, ¡no!, le contesté. Sólo he venido a saludarte y charlar contigo, ¡te espero aquí fuera! Pero él se metió para la casa enfadado y ya no salió de ella para conversar, como otras veces lo hacíamos. Me tuve que marchar sin más. Después, yo hablé con él y lo arreglamos. Esa fue la única vez que me enfadé con Baltasar.

—Yo le pregunto sobre cómo trataba Baltasar a sus hijos de jóvenes. El padre era muy duro con ellos —me responde Eugenio—. Fue un hombre del pasado. ¡Vamos!, de otra cultura diferente; el conocimiento que la calle le enseñaba, ¡como a todos los que nos tocó ‘de’ vivir en esa época! Era otra mentalidad, la que le enseñaron. Fue mucho lo que pasó de niño. Para mí, fue un hombre del pasado —insinúa—. A lo mejor llegaba uno de sus hijos un sábado más tarde de la cuenta y ¡bueno está!, me decía; pero entre semana, el que venía más tarde de las dos de la mañana, estaba apañado. Porque él no se acostaba, estaba detrás de la puerta y el que llegaba tarde, se encontraba la puerta cerrada. Llegaban y tocaban, y él les decía:

—¡La próxima vez que llegues tarde, no te abro la puerta! ¡Te vas a quedar fuera! Dentro de la casa, ¡no!

¡Cogieron un miedo los chavales! Y, de esta forma, los puso a todos en vereda, a trabajar.

—‘Quillo’ —me dice— ¡Que trabajan 12 y 14 horas diarias esa gente, todos los días! Por las noches descansa uno pero a las 5 de la mañana están cargando el pan en el todo terreno y así hasta que se termina, sobre las doce o la una. Menos los sábados, que terminan a mediodía. Ganan dinero, pero lo trabajan —me repite Eugenio—. ¡Se lo ganan pero todo sale de su trabajo, del trabajo de todos ellos!

—¿Y las casas que tienen sus hijos alrededor de él? ¡Da una alegría verlos a todos alrededor de él! Sólo la mayor hizo la casa a gusto del marido, los demás todos a gusto del ‘pae’.
 

—De joven, a Baltasar no le gustaba nada más que hacer diabluras y trastadas —me dice Eugenio con nostalgia pero a la vez con regocijo de poder hablar de él conmigo.

Yo le sigo animando a que me siga aportando las vivencias de su juventud, por la necesidad que todos tenemos de saber más sobre este generoso hombre, que era un personaje para nosotros, aunque sólo sea para sus hijos, nietos y todos aquellos que lo quisimos y que tanto aportó a nuestras vidas.
 

Le recuerdo a Eugenio que en la casa donde él vive, yo de joven solía llevar las taleguillas con el contrabando a mis primos, que vivían allí: Ana Medina y Antonio Cabrera. Eugenio se resiste a hablar. Yo le sigo insistiendo sin atosigarle. Creo que no podemos dejar que este personaje se nos vaya sin que el pueblo conozca su humana y fantástica vida y que la única forma que tenemos de que no desaparezca de nuestras vidas y de las que nos precedan es escribiendo en un libro con sus vivencias y sus historias contadas por todos aquellos que convivieron con él.

—Yo sólo soy un mero instrumento que con estas humildes manos y mi pluma pretendo poder contarlo, con vuestra aportación, le explico. Todo lo bueno y lo malo, de Baltasar que también tendría —le insinúo—. Y, a la vez, dar a conocer los rincones de este valle que fue de La Miel, como su río bien lo dice “Río de la Miel”; lugar donde nació y donde transcurrió toda la existencia de Baltasar. En este paraíso que, junto a la Garganta del Capitán, el otro río que baña esta comarca, y junto a sus molinos y sus cortijos, fue lugar de piratas y berberiscos en tiempos ya lejanos, y también de grandes contrabandistas, según me contaba Diego Morales.

Me despido finalmente de Eugenio Rojas hasta otro día, que volveré a intentar sacarle información más concreta y personal sobre Baltasar.
 

Recuerdo entonces a Diego Morales, que me aportó sus conocimientos sobre esta zona:

 —Mira lo que te voy a decir, el molino de San José antes fue una fábrica de papel… esto sería sobre el año 1814. Era para lo que se usaba lo primero de nada, para un tipo de papel que se hacía en el lugar y que era papel de estraza.

El agua era muy importante para poder reciclar el papel viejo, que es lo que se hacía en dicho molino —me explica Diego—. Este molino tenía unas pilas, que pesaban toneladas. Estas piedras, por su peso, las tuvieron que llevar con unas carretas. Las pilas estaban muy bien hechas y, por medio de una corriente de agua que pasaba por ellas, iban mojando el papel, luego ese papel reciclado se iba convirtiendo como decíamos nosotros en “gachas” y, cuando estaba disuelto, tenía unas ‘canicies’ que arrojaban esa agua con aquel sedimento. Luego, se colocaba en unas repisas de madera para después ponerlo a secar. ¡Y se pasaba así del papel reciclado al nuevo papel de estraza!

—Unos cuantos años después es cuando se empieza a moler harina en el molino —afirma Diego—. Y de esta forma ya se dejó para moler harina en el año de 1.833, pues resulta que este molino tenía la fecha puesta en la puerta. Posteriormente, cuando se hicieron cargo de él para su apertura, fue cuando vieron lo de la fecha del molino; cuando lo empezó a explotar  El Moreno.
 

—Y de esta forma Diego se queda en este entorno y con estos hermosos paisajes, con sus molinos y cortijos de la zona—. Y siguiendo el curso del río, nos encontramos con el molino que se llama el de Los Cachorros —y me recuerda Diego.

—¡Todo esto se encuentra en la Garganta del Capitán! Este molino está ubicado subiendo el río, a la mano derecha. Si seguimos subiendo el curso del río, a la mano izquierda está otro muy antiguo, el molino de Botafuego.

—¡Se comentaba por esa época que esa zona era de gente corsaria! ¡Vamos, que estas gentes corsarias, se instalaron en esa zona y se apoderaron de esas tierras para ellos! De esta forma fue como fundaron esos cortijos, para el descanso de estas gentes de la mar después de sus correrías y, ¡por supuesto!, para esconder sus botines en dichos lugares. Y estas gentes cogieron los mejores terrenos para sus fincas en la orilla del río.

—Precisamente, detrás del molino Botafuegos se encuentra El Galeón, que como puedes comprobar, —me dice Diego—, tiene puesto nombre de barco.

—Y el molino de Botafuegos, ¿sabes por qué se llama así? —me replica:

—El botafuego era una picota de hierro que llevaban los barcos de guerra, que era como una antorcha que se llevaba en los barcos para encender los cañones. Estas piezas de artillería se cargaban de munición y se rellenaban de pólvora. Y cuando los iban a disparar, en la chimenea del cañón, por la parte donde se cargaba y que se encontraba al mismo borde del hierro de la boca, en esta zona se echaba una pólvora más fina que la granulada, que era la que se volcaba por la boca del cañón, para que con su combustión expulsara la munición que se le metía.

—Cuando decían: ¡Fuego!, no te podías acercar al cañón —me asegura Diego—. Por la gran llamarada de fuego que de él salía. Y así disparaban los cañones.

—Cuándo se tenía que cargar otra vez el cañón, el botafuego se tenía preparado con su antorcha encendida, que era como una ‘palmatoria’ que se tenía clavada en el suelo, en la madera de la cubierta del barco.

—Diego me sigue aportando historias de su familia.

 —Mira lo que te digo: mi bisabuelo fue artillero, ¡y además, estuvo en la guerra de Cuba! Por ello, de contarlo en la casa, sé que él usaba el botafuego cuando disparaba los cañones que manejaba en el barco. Por lo tanto, no me cabe la menor duda —afirma.

—Te voy a decir que ese molino y esas tierras fueron de un corsario y por eso le pusieron ese nombre al molino, el “Botafuegos”. Y repite que un poco más arriba había un cortijo que se llamaba ‘el Galeón’ que, como puedes comprobar, también lleva nombre de barco.

Por lo tanto, los molinos de la Garganta del Gran Capitán son: Los Cachones, Botafuegos y el molino del papel, el San José. Este último molino también era una capellanía, que tenía también una ermita, ya caída que era, de la Virgen de la Merced; por eso se llama San José o de las Mercedes; ¡la hornacina que tenía el molino! Más arriba está el molino de Las Cuevas, él último del río arriba —explica Diego, que estaba presumiblemente encantado de poder remover en sus recuerdos, y más de poder contárselos a alguien de confianza.

  

—Ahora me cuenta lo que le decía su abuelo:— Mi abuelo me decía que al último molino que había allí le llamaban ‘el Lagartijo’. Pero, como pasa con estas cosas antiguas que son nuestra cultura, no se han respetado ni se respetan y han metido las máquinas para traer el agua y lo han hecho polvo todo, y lo malo de todo esto es que hacen las obras y luego se van, sin tan siquiera dejarlo como estaba. ¡Con lo hermosa que es toda esa zona!

—Los molinos están abandonados y cubiertos de zarzas. ¡Vamos, lo que queda de ellos! Me acuerdo que tenían unos anillos preciosos por donde se introducía el agua.
 

—Yo diría que está renaciendo en sus sueños del pasado, junto a esos hermosos lugares que están instalados en lo más profundo de su corazón y que no se cansa de relatar, y sigue caminando con su mente por esta hermosa tierra de sus fantasías, lugares que se encuentran ubicados en el término y los aledaños de Algeciras y su comarca. Y, sin más, nos situamos en otro lugar para decirme:

—Tú habrás oído nombrar... mira, tú te sitúas en El Cobre y te colocas mirando para la parte de Pelayo, y por allí está situada la fuente de La Negra. Esta fuente llevaba el agua al huerto de ‘Faría’, que cuentan que hubo una época que era de un corsario portugués.

Los corsarios tenían una asociación aquí en Algeciras, ¡y que no eran cualquier cosa!, ¿sabes? —recuerda—. Estos hombres vivían en carpas y la carpa que le decían el Rey, ésta era sagrada para ellos. El jefe de estos corsarios se trajo a vivir con él a una mujer de raza negra y, según cuentan, la tuvo muchos años viviendo con él, ¡ahí!, en esa finca. Y cuentan que este hombre siempre que salía se la llevaba con él, nunca se quedaba sola la muchacha en la finca. Esta mujer cogía el agua de esa fuente, cuya ubicación estaba  fuera del huerto de Faría, por eso se quedó con el nombre de la fuente La Negra. Esta finca tenía 49 fanegas de tierra y  ya está dentro de lo que es la finca de la marquesa, que poco a poco la fueron comprando, como también compraron el molino de El Cobre. Ya después hicieron un carril, que pasaba por la parte de debajo de Los Arcos, ¡no por donde está ahora!, se hizo otro enfrente a éste.

Los dueños venían de Gibraltar con los coches a la finca y lo que quedó de ella se lo alquilaron a la gente del telégrafo de Gibraltar, que venían un fin de semana los solteros y otro fin de semana los casados.

Esta casa tenía en la parte de atrás una puertecita que daba al río de La Miel y, allí había una choza que era donde se encontraban los sifones antiguos del molino, que había que ponerles la bombona del gas. —Sifones que éste que escribe tuvo la suerte de poder contemplar con sus ojos, cuando mi primo Juan Medina estaba de guarda al cargo de dicha finca.

Pasa el tiempo como un suspiro. Nuestra tertulia ha sigo larga y amena. No quiero cansarle más aunque, por la expresión de su rostro, intuyo que a este hombre se le ha parado el reloj. Su mente está en una nube que mantiene vivos sus recuerdos, como un defensor a ultranza de la naturaleza y de su tierra. ¡No se cansaría de seguir con los relatos de estos contornos que tiene esta tierra maravillosa de su Algeciras y del Campo de Gibraltar! Este hombre es para mí una gema preciosa, un diamante pulido, y le agradezco que me aporte las maravillas de su tierra.

Entre frases cortadas, que parecen un susurro, como el que no dice nada pero al final lo dice, comenta con nostalgia, poniendo toda la pasión en su relato:

De la Algeciras del siglo XVIII he tenido la suerte de haber visto yo aquí el patio ‘Cristovio’, el patio de Las Cabras, el patio de ‘La Fini’, el patio ‘Pichirichi’, el patio de Los Caballos… ¡Precisamente este patio era donde venían a juntarse los contrabandistas!, que estaba ubicado entre el Cuartel de Infantería y la calle que está enfrente…  y todo esto ya se ha perdido, como la playa del Chorruelo —me dice con resignación.

Ya le veo cansado e intento dejarlo para continuar otro día, si es preciso. Pero él no para, le brillan los ojos y la expresión de su cara está iluminada por sus recuerdos… Y me sigue contando.
 

Río de la Miel a su paso por el canuto hondo

 —Mira, te voy a decir que el huerto de Serafín tiene una historia muy bonita, porque resulta que también fue de gente corsaria. ¿Y sabes tú por qué se le llamaba Serafín? Porque el último propietario de dicha finca fue don Francisco Serafín, un capitán de la Guardia Civil. —Mira lo que te digo, ¡creo que su nieta ha muerto en San Roque! —asevera—.  Este huerto es muy interesante —continúa relatándome Diego—, tenía en la chimenea, en la parte superior, una mano que tiene cogida entre sus dedos un ramo de rosas.
 

Nuestro amigo Diego, sin darse cuenta, se pasea de un lugar a otro, como si de un sueño se tratase y continúa con su aportación:

Mira, también estaba el huerto del Pantano de los Jazmines que está en lo alto del cerro. Esta finca tiene unas escrituras muy bonitas (las escrituras de dicho huerto), porque en ellas viene reflejada la servidumbre que tenían por aquella época, que le decían El Caserío por aquel tiempo. Y resulta que ponía que tenía la servidumbre el derecho al ‘lebrillo’, a horno y a la era.

La trilla había que hacerla en la era que estaba junto a la casa. Esta finca se componía de varias partes y, la que estaba situada más a la parte de abajo tenía el derecho a subir a la casa de arriba y usar el lebrillo de amasar y el horno. También tenían puesto en los papeles el nombre de cada vaca. ¡Eran unas escrituras muy curiosas! —me repite—. Su último propietario fue ‘Carajín’, este nombre no era por él, era por su mujer, que fue la que heredó dicha propiedad.


Y ya sin más preámbulos nos despedimos con un efusivo abrazo, llevándome conmigo la grata compañía y la franca sonrisa de don Diego Morales.

Por otra parte, mi madre, Luisa Medina Villatoros, me cuenta que en el huerto los Jazmines vivió su madre, Ana Villatoros Covos con sus padres cuando y que también recuerda que la madre de ‘Dieguito’ se llamaba doña Tomasa, más conocida por Tomasa la comadrona y practicante de El Cobre.


Vuelvo una vez más a la casa de nuestro amigo Eugenio Rojas para seguir con sus aportaciones sobre Baltasar y estos lugares. Comentamos la diferencia de la gran ciudad con estos lugares y parajes. Yo le digo que cambiaba todo esto por todas las riquezas de la gran urbe en la que vivo. Eugenio, con una franca sonrisa, me susurra, poco a poco:

—Es que..., yo de la vida de él...

Observo su timidez, o quizás su reparo de contarme cosas de sus amigos y compañeros de aquella época que fue tan dura para ellos. Pero se está animando. Le entra una corriente de aire fresco y en las facciones de su cara se ve la ilusión, y comienza diciéndome:

—¿Qué quieres que te cuente?

Yo le insisto y le trato de animar y mencionándole ahora al padre de Baltasar. Su rostro cambia de expresión.

—Cuando se enteró Baltasar de que su padre estaba muriéndose, agarró, fue y lo recogió. Estaba en la estación de San Roque... —Sigue dudando, se le amontonan los recuerdos.

—Mira lo que te digo: Baltasar se crió con su tío Juan Medina, más conocido por su apodo, que era ‘Juanito Forraje’, y a Manolo, su hermano, se lo llevó su tía María Trola, hermana de tu tía Catalina. Pero su hermano tuvo muy mala suerte, se murió haciendo el servicio militar en Ceuta… ¡y el que también murió haciendo el servicio militar fue tu primo Manolo, el hijo de tu tío Juan!

Yo le sigo insistiendo, sin atosigarle, en que la única forma que tenemos de saber de la persona de Baltasar es escuchando lo que personas como él puedan contar, por ser sus personas más allegadas y las que convivieron con él. Me doy cuenta de que posiblemente tenga reparos en contar cosas ya pasadas, que para ellos puedan resultar de una gran intimidad. Yo le sigo insistiendo en que no se trata de hacer ningún juicio a nada ni a nadie, y menos a la figura de Baltasar; en que para mí son muy importantes sus recuerdos, como lo puedan ser para él, y en que de esta forma podamos tener sus memorias y no sea olvidado. Y que, siempre que queramos,  podamos recordarlo por medio de esa forma magistral que es el libro y su lectura, la única forma que tenemos de poder mantener viva su figura y sus recuerdos, para que no queden en el olvido.

—Hoy, ni nosotros ni nadie, podrá  juzgar a aquellos que nos precedieron... Era una forma de nacer, una forma de vivir y una forma de morir. Otra cultura muy diferente de la que tenemos hoy. —Su voz titubea y me sigue diciendo:— Yo... no sé..., yo... no sé... Hombre, Baltasar ha sido siempre... ha sido un hombre que... que... Él siempre ha tratado que ‘de una peseta hacerla un duro’.

—¿Que si de la peseta, podía hacer un duro? ¡Sí ha podido!, él lo hacía. Yo sé que siempre que ha visto un necesitado, enseguida él decía: Si quieres, yo te echo un ‘cablecillo’. Se lo decía a todo el que veía en apuros.

—Yo sé de uno a quien le prestó treinta mil duros y de otro que le prestó veinte mil  ¡y no se lo han pagado!... Pero él me decía: Va, va, va...

—Él siempre se destacaba de todos nosotros, era diferente a los que nos juntábamos con él. Tenía algo especial que yo no te lo puedo explicar, Antonio. Era algo que te contagiaba. Vamos, que te endulzaba la vida... Con lo puñetera que fue nuestra juventud y el hambre que pasamos...
 

—Recuerdo una vez… Mira, él tenía un perro, era de raza, un pastor alemán, que junto al caballo, formaban un buen trío. Siempre iban por ahí los tres, muy acostumbrados: el caballo y el perro juntos, con él. Una vez, en Mata Puercos, a un vaquero le vimos que estaba bregando con una novilla y trataba el muchacho de llevársela. Y Baltasar se acercó y le dijo al muchacho:

—¡Muchacho!, tú, de la forma que tratas al animal, no consigues llevarte a la novilla.

—¡Si no hay quien la eche fuera de aquí! —exclamaba el muchacho. Y entonces, Baltasar le ofreció su ayuda. El muchacho asintió y se mostró de acuerdo. Y, sin más, Baltasar le dijo:

—Déjame a mí, ¡vamos a ver si la podemos apartar un poquillo de ahí, de donde la tienes acorralada!

La apartó un poco, le echó el perro y el animal aventó detrás de la novilla, y él montado en el caballo. Y cuando llegó a la altura de la novilla, saltó del caballo y se tiró en lo alto del animal, coguiéndola por la cabeza. Se agarró al cuello y la tumbó allí mismo en el suelo, y el perro siempre a su lado. La amarró con una soga por la cabeza, sujetándola a la montura del caballo. —¡Así, del pescuezo!, me indica Eugenio—. Él iba detrás de la novilla, con otra soga que le echó al animal, y el caballo tirando de la vaca.

—Yo le interrumpo y le pregunto:

—¿Pero el caballo iba solo?, ¿no iba él montado en el animal?

—El caballo iba solo, ya sabía lo que tenia que hacer —me responde Eugenio—. Este animal no improvisaba, Baltasar lo tenía bien enseñado, lo había domado él. En este caso nos mostraba sus conocimientos y por ello iba solo. Él iba detrás con otra soga, como te he dicho, para aguantar los tironazos de la vaca y el perro, marcándole el camino, y así sacaron y se llevaron la vaca. Era un maestro con los animales. No se le resistían, podía con todos. Este hombre sabía cómo manejarlos sin actuar con brusquedad.


Antonio Molina Medina


CONTINUARÁ