UN HOMBRE DEL COBRE 2ª EDICIÓN-REFORMADA



Me acuerdo de otro día que Antonia estaba ya a punto para tener un hijo, creo que fue el Pepe. Ya habían llamado a doña Tomasa —la partera— porque el niño estaba ya de camino. Y entonces, vino corriendo a lo de Alfonso el Marengo y llegó todo asustado, y le dijo Baltasar a Alfonso:

—Mira Alfonso lo que me pasa, mi mujer se ha puesto mala, ¡está para parir! ¿Qué hacemos? Han llamado a la partera y la criatura está ya al llegar. ¡Quiquillo!, mira que..., ¡está ya de camino!, y fíjate, ahora que tenemos las bestias preparadas para salir, y nos están esperando… ¡Estoy asustao! No sé que hacer… —nos dice todo serio. Y entonces, le dice el Marengo:

—Mira Baltasar nos vamos a ir todos para hacer el trabajo que tenemos contratado, y por la mañana nosotros vamos a tener el trabajo hecho y tú vas a tener un chiquillo ahí, en la cama con su madre.

—¡Pues vamos al trabajo! —dijo Baltasar.

Arrancamos para lo alto de la sierra ésta —me señala Miguel—, y ya luego bajamos y nos fuimos a la playa para recoger el alijo de tabaco. Cargamos los caballos con el tabaco y salimos más deprisa que otras veces. Cuando terminamos de recoger el género y llevarlo al escondite, cada uno se fue para su casa. Y cuando llegó él a su casa, ya tenía a su hijo y, como le dijo Alfonso, el niño con la madre en la cama.

Antonia siempre ha sido una persona muy buena y modesta, y con una gran fortaleza —me dice Miguel con nostalgia.



Ruinas del molino del Águila: en el río de la Miel. Año 2006



Mira, una vez, venía para acá el Pepillo; ¡que hace poco ha muerto el padre!, que se llamaba Antonio ‘el Marengo’. Veníamos de recoger un cargamento de tabaco de la playa y caminábamos tranquilos y distraídos en dirección a nuestro escondite. Yo venía delante y, al pasar una de esas fincas, tuvimos que abrir una ‘angarilla’ que hacía de puerta, y que las paredes estaban hechas de ladrillos a ambos lados. Y resulta que al abrirla, la brigadilla nos estaba esperando. Baltasar, que iba el primero, fue a abrirla y la brigadilla, nada más que lo vio, le dijo: “¡Alto!, ¡la Guardia Civil!” Menos mal que Baltasar supo reaccionar a tiempo... Y, dando un salto para atrás, pudo darle un tortazo a la yegua que la llevaba entonces qué estaba recién parida, una blanca que él tenía. Tras el manotazo, el animal salió corriendo ‘cancho abajo’. Ellos, al oír los cascos del animal, salieron de su escondite y se liaron a tiros con la yegua. Menos mal que los arboles la cubrían y, por ello, los tiros que le tiraban los civiles no llegaron a darle; tuvo mucha suerte el animal.

La yegua no paró de correr y se fue derechita a su casa. La mujer del Marengo, la señora Antonia Sánchez, cuando el marido iba a trabajar, no se acostaba, se quedaba sentada dentro de la casa en una silla. Y ella nos dijo:

—Como yo sentí el trotar del animal, pues me asusté y salí de la casa. Y miro y me veo a la yegua que la tenía en la puerta de la casa, ¡Y con la carga encima! Yo, al ver al animal con la carga, no me lo pensé. Esto era que algo había pasado. Y yo cogí y me subí en la yegua y traspuse por ahí, para el topo, por la huerta, y en un cañaveral escondí la carga como pude, tapada con verdolagas. Le quité el jato a la yegua como pude y lo escondí allí, entre los matorrales.

Me iba a marchar ya y me di cuenta que no le había quitado la cerreta, y me volví  y se la quité, y la escondí  también. Y dándole al animal una leve palmada, le dejé que se alejara del lugar —me contó ella, dice Miguel.

La quitó del medio, por si venían los civiles detrás de la yegua. Eso lo hizo esta mujer, que era la tía de la madre de la mujer de Baltasar. ¡Fíjate tú cómo era esta mujer! A defender la carga que traía la yegua y al animal. ¡Mira que montarse en la yegua a las cuatro de la mañana!

¡Qué mujer era, chiquillo! Tendría éste mujer entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Gracias a ella, de esta salida no nos pudieron hacer nada, como no había género que denunciar... Se quedaron con las ganas, y tuvieron que desistir y abandonar la idea que ellos tenían, que era la de poder apresarnos; sobre todo a Baltasar, que era a quien más ganas tenían de coger.


¡La Guardia Civil nos hacía perrerías! Pero a pesar de tantos palos que daban a la gente, no hablaban…, no abrían la boca... Porque llegaron a hacer perrerías con las criaturas, como meterles astillitas en los dedos… Chiquillo, cuando se resistían y no decían nada, les cogían los pies y, ¡por debajo de las uñas a algunas criaturitas les metían las astillas! —afirma con tristeza y rabia Miguel.

La gente entonces era muy dura, para que se chivateasen... —Le pregunto si sabe de alguna persona a quien se lo hubiesen hecho Sí, a Francisco El Marengo. Al padre de Pepito y Antonio. Que, por cierto, no quedó bien después de todo esto y de que lo soltaran.

Le hicieron perrerías al pobre, pero no le sacaron nada de nada, ¡este hombre era muy duro para que cantara! Y, no se sabe bien, pero murió de cangrena en los pies, que le entró después de lo que le hicieron en las uñas de los pies. Quizás pudo ser por lo de las cañitas en las uñas... Esas cosas hacía la Guardia Civil aquí en Algeciras por aquellos tiempos. ¡Eran unos canallas!, porque ellos eran conscientes de lo que hacían.

Mira, a este hombre, en una de las salidas que hicimos lo cogieron. Pero fue porque se chivatearon, por eso lo cogieron a él y a la carga. Y él sólo les decía que no era suya la mercancía, y por más palos que le dieron, ‘na’ de ‘na’, y luego empezaron con las uñas, para ver si cantaba.

—Su cara se transforma, desaparece de ella su sonrisa. Su rostro se entristece contando estos recuerdos y percibo como la rabia le invade; y exclama con indignación como les intimidaban y como actuaban con toda la ilegalidad del mundo.

¡Si sólo era ‘pa’ comer!, sólo ‘pa’ comer… —me dice con resignación—. De alguna forma nos teníamos que buscar la vida, sino, cómo manteníamos a nuestros hijos, y a toda la familia…

¡Eran unos canallas! —me repite Miguel—. Eso era así en aquella época.


—Le pregunto por los años de todo esto que me cuenta y me responde que sería por los años cincuenta o por ahí.

Mira Antonio, los mismos guardias civiles lo pasaban también muy mal, porque si comían, muchas veces era lo que le dábamos nosotros por las casas. Estaban ‘esmayaítos’, trabajaban doce horas diarias, y ‘esmayaitos’, porque lo decían ellos mismos que con lo que cobraban no les llegaba ni para comer. ¡Cuantas veces pasaban por los cortijos de por aquí y les daban de comer y de todo lo que pillaban!

Todos no eran malos, pro algunos… mejor me callo. Nos hacían perrerías si nos cogían con la mercancía. Ese uniforme a esa gente les quitaba el corazón, no tenían humanidad ninguna… —concluye su relato Miguel, con una profunda tristeza reflejada en su semblante.


—Cambio de contertulio y ahora el que me aporta relatos sobre el contrabando y la Guardia Civil es Paco Medina.

Una vez salimos para trabajar y cogimos el autobús en dirección a Tarifa, y se conoce que alguien se fue de la lengua. Nada más de llegar a Tarifa, la brigadilla nos estaba esperando y nada más de bajar del autobús, se fueron para nosotros, y a mí me preguntaron:

—¡Qué!, ¿a donde vamos? A trabajar, ¿no?

Yo les dije que no íbamos a trabajar a ninguna parte, que era mentira lo del trabajo. Y yo ya les dije a los demás compañeros que no dijesen nada, que me dejasen a mí, que sólo hablaría yo, y que si había que decir algo, que ya lo diría yo —me cuenta Paco—. Y les dije más, que nos iban a llevar a la comandancia para así poder interrogarnos.  Y así  sucedió. Llegamos a dicho  lugar, pero resulta que ellos ya habían hecho ‘de cantar’ a uno de los nuestros. Y éste les dijo que sí, ¡que íbamos a trabajar! Y ya se fueron a por mí, y me decían los guardias:

—¿Con que no ibas a trabajar? Pues eso no es lo mismo que dice uno de tus compañeros...

—Y de esto que  me lo traen donde me tenían a mí, y le dicen:

 —¡Dile a Paco a lo que íbais a Tarifa!

—¡Que sí!, ¡que a trabajar!—les decía él, y yo les respondía.

—¡Eso es mentira! ¡Este muchacho esta mintiendo!

Y un guardia que estaba a mi lado me pegó una guantada y se fue, y seguidamente vino otro, y ya me pusieron con los dedos corazón de las manos apoyados en la pared y el cuerpo firme. Y con unos garrotes me daban en las espinillas, de esta forma, al retirarme de la pared y estar apoyado sólo con los dedos en ella, no podía aguantar el dolor y terminabas cayéndote al suelo. Seguidamente, me pusieron una pistola encima de la mesa, y me dijeron:

—¿Tú ves eso?, ¡pues eso es lo que va a hacerte cantar, ya que tú no quieres hablar! Y, si no cantas, pues te pegamos un tiro y te tiramos para que te coman los cochinos y, de seguro, que nadie se va a enterar.

—Pues eso es lo que tenéis que hacer, porque yo no sé nada; por ello, no les puedo yo mentir, ¡no sé nada! —les insistí—.

Seguidamente de esto, nos dijeron a todos.

—Esta vez os vais, pero le tenéis que dar las gracias a éste,  —decía el guardia— señalándome a mí, porque ha sabido callar, si no, íbais todos para la cárcel. —Y me dice el Brigada:— Y otra vez que vayas a trabajar, llebate hombres, no lleves mujeres.

Y de ésa salimos bien —concluye Paco.
 

—Cambio de contertulio y ahora el que me aporta relatos sobre el contrabando y la Guardia Civil es Miguel Benítez Medina—. Otra vez en Tarifa, cargamos toda la mercancía en los caballos y nos llega un soplo —comienza otro relato Paco—. Y era que la brigadilla nos estaba esperando. Y lo más gordo de esto fue que lo sabía la gente de la barriada de Pelayo, y nadie nos dijo nada. Y la brigadilla estaba desparramada por la zona aquella. Cuando ya nosotros teníamos todo el material cargado, nos preparamos y me dice Baltasar:

—Mira, tú vete con estas bestias por donde tú veas mejor, pero que sea por ese lado, y que no te salgas del sitio que te he marcado.

—Mira, yo voy a saltar por allí enfrente, voy a coger por tal sitio —le dije yo.

—De acuerdo —me respondió Baltasar.

—Luego ya todos los demás se fueron tras el rastro mío. Nos tiramos por un barranco abajo y luego saltamos enfrente, cruzando la carretera. Y de esta forma nos fuimos derechos para arriba, por esas sierras donde escondíamos la mercancía.

Y de ésta escapamos todos, ¡a pesar que nos estaban esperando, nos escapamos! Él nunca se inmutaba, siempre sabía lo que hacía y por dónde tenía que pasar para que no lo pillasen. Estaba bien informado. Si no estaba seguro, no arriesgaba, ni a nosotros, ni la carga.
 

Le veo cansado. Han sido muchas horas en la sierra. Se acomoda en un sofá para poder conciliar el sueño que le domina y el cansancio que tiene acumulado en su cuerpo. Al poco rato, sale de la habitación llevando en sus manos un pequeño cojín, para utilizarlo de almohada para su cabeza, y que coloca en el escalón de la puerta de su casa. Miguel se queda profundamente dormido, a pesar de tener como colchón el duro suelo, y sin siquiera quitarse la ropa ni las botas que lleva puestas... En la casa hace demasiado calor y no lograba conciliar el sueño. Pasan unos minutos y se queda profundamente dormido, brotando ronquidos de su respiración. Se suele decir que, para dormir, sólo hace falta tener sueño y estar cansado.
 

Sigo con mi caminar, buscando otras gentes para que me puedan aportar información sobre Baltasar; su gente y la mía.

Me encuentro con Jaime Pérez, hermano del difunto Paco ‘El Gordo’, como cariñosamente se la llamaba. Jaime me aporta su testimonio sobre el poder que tenía la Guardia Civil en estos años:

Por aquella época, la Guardia Civil tenía “permiso popular”. Esto era que llegaban a cualquier casa de campo y comían de lo que había, no les podías negar nada.

Me acuerdo que nosotros, en la casa, poníamos un puchero por la mañana. Y resulta que llegaban los civiles, que iban en grupos de a tres y que llegaban sobre las once o doce del día por ahí sería; que para esa hora ya el puchero estaba casi hecho, había hervido y todo, con la grasa del tocino y los huesos que le echábamos... Y llegaban ellos y se comían el caldo que ya había hervido, ¡con una sopa y con un huevo estrellado! Y cuando ellos se marchaban, teníamos que echarle más agua para comer nosotros. Que al final, era agua lo que comíamos, porque toda la pringue que tenían los huesos se la comían ellos; pero, ¡qué ibas a hacer!, teníamos que callar y aguantarnos. Por esa época eran los amos —concluye Jaime Pérez.


Me acerco a la Cañada de Los Tomates, a charlar con Manolo Medina Trola, y le comento la idea de escribir sobre Baltasar Acedo Trola, al que él bien conoce. “Me parece muy bien” me dice, accediendo a contarme facetas curiosas de su vida. Me estoy encontrando con que todas las personas que me aportan información, lo hacen hablándome sobre este hombre y sus vivencias con una gran ilusión. Y de esta forma recuerdan sus hazañas y sus aventuras.

Baltasar, cuando no estaba en una cosa estaba en otra, ¡eso es lo que tenía él!

—Comienza diciéndome Manolo—. Me acuerdo que una noche venía yo del trabajo, que trabajaba en la fábrica de Garabilla. Era sobre las diez de la noche, y ahí, más para abajo, en la barranca del río de La Miel, cerca del puente de la vía. Estaba él sentado con un hermano mío, con Antonio, y estaban charlando. ¡Ya ves si era tranquilo! aunque mi hermano era igual que él.

A la otra mañana, me fui yo para el trabajo; serían las siete y media de la mañana, o por ahí, y todavía estaban allí charlando los dos. ¡Estuvieron toda la noche de charla, no  se cansaba nunca! —me confiesa Manolo.
 

Otro día fui yo para allí, cerca de las vías del tren, que como vivo aquí en la cañada, suelo echar una mirada a las vacas, que él tiene en La Rejanoza, por si se van a la vía del tren, y si veo algo, enseguida los llamo por teléfono. En fin, me acerqué para allí y me fui para las vacas. Y al llegar, me lo encuentro a él donde está el pilar.

Llego y le digo: ¿Dónde vas por aquí? y me dice:

—He visto las vacas que estaban por aquí abajo y las he subido para arriba.

Ya empezamos a charlar los dos y, a esto, que un guarda que había en Botafuegos venía para arriba el hombre. Y él lo llamó y allí estuvimos charlando toda la noche. Ya ves, nos fumamos todo el tabaco, todos los paquetes de tabaco que teníamos nos los fumamos, ¡nos quedamos sin tabaco!

Ya aburridos, cogimos y nos fuimos cada uno para su casa. Como él no tenía ‘bulla’ ninguna, lo mismo se acostaba a las tres de la mañana que a las cuatro de la tarde —me explica—. Él se levantaba a media noche, entonces tenía los cochinos en La Rejanoza, cogía la manta y la escopeta y se iba a dormir allí, con los cochinos. Para él, lo mismo era el día que la noche para estar por ahí, dando vueltas. A lo mejor cogía el tractor por la noche y con los focos del mismo, se estaba toda la noche arando las fincas, y luego se estaba todo el día durmiendo. Para él, el tiempo no existía. Lo mismo le daba una cosa que otra. Hacía lo que quería. Lo mismo era el día que la noche. Para él, siempre había alguna cosa que hacer. ¡No paraba! —me dice con firmeza.
 

“Dormía poco, soñaría más entiendo que por cada minuto

que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz.

Andaría, cuando los demás se detienen,

despertaría cuando los demás duermen.”

García Márquez


Una vez, en el cortijo de Pajarete, estaba él charlando con la gente del cortijo, cuando viene uno corriendo y le avisa de que venía la Guardia Civil… por esa época le andaban buscado a él y casi no le da tiempo a escaparse. Al llegar ellos, nada más que aparecieron, miraron y lo vieron, pero él ya se escapaba a galope con su caballo. Entonces, la Guardia Civil le apuntó con los fusiles y empezó a tiros con él. Los que estábamos con él, salimos asustados y miramos por donde escapaba y, la verdad, que se parecía montando a los jinetes americanos. Era un auténtico vaquero. Él iba montado en el caballo con un pie en el estribo y tumbado en el costado del caballo, de forma que sólo se veía el caballo. Hombre y cabalgadura fundidos en un solo cuerpo.

¡Cómo montaban los vaqueros americanos! —me dice de repente Manolo—. Con su cuerpo a un costado del animal. Esa vez, nosotros nos asustamos. Creíamos que le pegaban un tiro.

Pues se liaron a tiros con él y... se les escapó por la parte de abajo de La Rejanoza. ¡Y consiguió salir de ésa sin un rasguño! Fue todo un acontecimiento para nosotros, no podíamos creer lo que estabamos viendo.


—Manolo comienza a relatarme cómo lo cogieron y, aunque ya lo tengo redactado, le escucho, algo siempre me aportan, sobre todo los que tanta confianza tenían con él—.

Cuando lo apresaron, estaban cerca del lugar dos mujeres de El Cobre. Una era la mujer de tu primo Miguel, el de tu tío Juan, que no estaban casados todavía. Ella vivía por esa época en las Cabezuelas. Y la otra… ¡de esa no me acuerdo!


Baltasar tenía una cosa: que tú un duro no le podías pedir, si no era por una necesidad —me dice Manolo—. Ahora, ¿un favor?, ¡aunque implicase dinero!, ¡al momento! Eso sí, al momento.

Ése era Baltasar. Fue una persona incomparable y ya ves, ya sólo nos quedan sus recuerdos —me dice con nostalgia Manolo.

  

Me despido de él y sigo mi camino por esos campos que bordean el río de la Miel, para seguir con mi viaje de aventuras, diría yo, y acercarme a otra gente que le conoció y convivió con él. Esta vez se trata de una pareja encantadora, la formada por el matrimonio entre Jaime y Catalina. Personas que conocían muy bien a Baltasar y, que tuvieron la suerte de poder convivir con él desde muy niño, desde que nació. Su prima Catalina Medina Trola mantiene muy vivos los recuerdos sobre la vida y obra de este hombre y de esos años de joven aventurero. Ella me cuenta:
 

Llegó un día a la casa el padre de Baltasar preguntando por el niño, como nunca se preocupo por él… ¡‘Na’ de ‘na’! —insiste Catalina—. Entonces, le dijeron que estaba en Chorrosquina, que había ido a por unas cabras. Y cogió  su padre y fue a su encuentro, y se lo encontró subido en lo alto de un chaparro. Lo vio y empezó a llamarlo:

—¡Baltasarito!, ¡Baltasarito! ¡Bájate nene!, ¡bájate del chaparro!

Como el hijo no le hacía caso, el padre le empezó a decir que si le iba a dar esto, que si le iba a dar lo otro. Y el niño, no le hacía ningún caso. Y ya le dice por último:

—Baja, ven, ¡que te voy a dar un besito! —a lo que contestó Baltasar al padre:

—Tú sabes lo que te digo, que con los besos no se come, con los besos no se come, —le repetía el niño.
 

Cuando Baltasar salía con Antonia, entonces, A… el del molino de Pajarete, este hombre era muy ‘garañón’—me cuenta ahora el marido Jaime Pérez—. Este hombre se levantaba todas las mañanas, temprano tenía dos caballos y los echaba al “manchón de Don Arturo” todos los días sobre las cinco de la mañana. Y le tenía dicho el padre de Antonia que cuando fuese con las bestias, le llamase. Este hombre estaba trabajando en los Pastores y se tenía que levantar muy temprano. Y el hombre lo llamaba, y después iba a sacar a las bestias. Y cuando volvía, toda su obsesión era entrar en la casa de Antonia, porque él sabía que estaba sola. ¡Bien que sabia él que el padre se había ido a trabajar! ¡Si lo veía marchar, cómo no lo iba a saber!

A… el molinero lo que quería era ‘entrar a pisar’ a la muchacha. Y ella no quería, no quería —me repite Jaime—. Antonia estaba ya cansada de un día tras otro con la misma canción. Y cogió y se lo dijo a Baltasar. Por esa época, tenía un eucalipto, justo en la entrada de la casa, que estaba desmochado. A Baltasar siempre le gustaba de asegurarse de que lo que le decían era verdad y, sin decirle nada a Antonia, una noche le estuvo esperando allí. Estuvo esperándolo encima del tronco del árbol. Se fue a desengañar. Él quería saber por sí mismo si era verdad o mentira lo que le decía Antonia.

 Se estuvo allí toda la noche y, serían sobre las cinco de la mañana cuando llego él. Y le vio que pasó por lo bajito del árbol donde estaba él subido, y vio como se acercaba a la casa y tocaba la puerta para llamar al padre de Antonia. Ya luego él se iba a llevar a las bestias al campo y luego, como todas las mañanas, se volvía a la casa y llamaba a la puerta de la casa, queriendo entrar. Después de lo que estaba viendo Baltasar, ya después de asegurarse por él mismo, todavía esperó a ver qué pasaba. Y como ella, a pesar de los golpes y las llamadas que le hacia éste hombre, no abría la puerta, entonces ya se bajó del árbol. ¡Y la que lió fue buena! Se le quitaron las ganas de ir por allí otra vez a molestar más a la muchacha. ¡Con lo musculoso, fuerte y cabezón que era Baltasar!

 —Ahora es Catalina la que toma la palabra para contarme:— se había acostumbrado a las comidas de donde se había criado, que fue con nosotros, y como se fue a vivir con la tía María y mi tía ponía las comidas muy sosas... Cuando él venía a la casa se ponía a comer con sus primos, luego ella venía muchas veces a buscarlo, ¡como no subía a comer! Recuerdo que le decía:

—¡Ay Dios mío de mi alma! ¡Que no le gusta la comida que yo hago y la tengo que tirar!

—¡No te apures ‘tita’!, no te apures, ¡que los perros están ‘esmayaos’! —le decía él.

En el fondo era muy gracioso, las cosas que hacía este niño… —explica Catalina.

Las cosas que hacía él… Las que ha hecho por su cuenta, cuando fue joven y ya de mayor, ¡eso no lo sabe nadie! —apostilla Jaime.


Yo vivía en Majaralto con mis suegros y, tenía yo a mi niña muy chica. Y fue allí donde me enteré de la puesta en libertad de Baltasar. Me acuerdo que llegó mi suegro con el caballo, porque él se iba todos los días a llevar la leche al Tiro, y llega y me dice:

—Te voy a dar una buena noticia.

—¿De qué se trata? —le pregunté.

—Que Baltasar está en la casa.

—¡Ay qué bien! —exclamé, qué alegría más grande fue para mí.

Nosotros le echamos mucho de menos. Le queríamos mucho. Y sabíamos lo que había hecho por mis padres y por todos nosotros. Ayudaba mucho a la familia, siempre estaba pendiente de todos. Para él, la familia era lo primero. Era lo primero —me repite con nostalgia.
 

Entonces, las palabras de Catalina me recuerdan una ‘moraleja popular’: Llega un niño a su casa y le pregunta a su padre: Papa, ¿qué es la familia? Y el padre le dice: Mira niño, coge esa vara de avellano y pártela. El niño así lo hizo. Y la partió. Luego le dijo: ¿cuántos hermanos tienes? Diez, le responde. Pues coge diez ramas de avellano, júntalas y amárralas con una cuerda, y ahora rómpelas todas a la vez. Y el niño le afirmaba: ¡No puedo papá!, ¡no puedo! Y el padre le dijo: Mira hijo, eso es la fuerza que tiene una familia unida.
 

Se iban ellos, el Esteponero, el primo Villatoros y Baltasar, al cine a Algeciras, —sigue aportándome Catalina—, y cuando venían ya de ver la película para la casa, esto era en verano —me indica—, se metían en una huerta de esas que había por todo El Cobre. Y se liaban y lo mismo cogía sandias que melones, lo que hubiese. Luego, se iban a un sitio retirado y se liaban, pin, pan, pin, pan, ¡y se hartaban de comer!


Mira lo que le pasó con mi tío Domingo Trola, el de La Calera —me dice Catalina—. Este hombre tenía una habitación en la casa, y la tenía con papas. Y Baltasar se liaba a tirar piedras a las papas para, seguidamente, salir corriendo para que no le viese mi tío. Pero mi tío ya sabía que era Baltasar el de las ‘pedrás’. Y una noche llega mi tío a la casa dando voces y dice: “Juan!, ¡Juan!, sal ‘pa’ fuera. Ya mi padre se lo estaba esperando, porque conocía las peripecias de su sobrino, y lo que hacía, sobre todo cuando venía corriendo y luego alguien venía detrás de él.

—¿Dónde está el niño?, —le decía mi tío Domingo a mi padre.

—¿Qué niño? —le preguntaba mi padre.

—¿Quién va a ser? ¡Baltasar! —le contestaba él—. —Mira, Baltasar no ha llegado aquí —le dijo mi padre.

—¡Pues Baltasar, Antonio y el otro Antonio, me tienen a mí ya hasta los cojones! porque casi todas las noches vienen a tirarme piedras a las papas. Y le dices que como lo coja yo, si le puedo dar un tiro, ten en cuenta que se lo doy. ¡Así como te lo digo!, —le repetía mi tío—, ¡si puedo darle un tiro, se lo doy! Y, ¿sabes tú dónde estaba él? — me dice Catalina riéndose, de poder revivir estos hermosos y gratos recuerdos—. Pues estaba en lo alto del ‘sombrajo’ de la casa. Y allí se pasaba la noche subido y se quedaba a dormir. Y nosotros toda la noche pendiente de la puerta, esperando que el niño entrara, ¡y el niño que no entraba! Estaba acostumbrado a dormir encima del ‘sombrajo’…

El ‘sombrajo’ estaba muy bien hecho, porque mi padre hacía el tejado la mar de bien. Le echaba palmeras, juncos... En fin, de todo; que cuando llovía, no se calaba. Total, que le quedaba muy bien. Y Baltasar estaba más tranquilo allí que la pera. Él sabía que con su peso no se le notaba, ni se veía desde abajo su cuerpo. Y él cada vez que hacía una de las suyas, se subía al ‘sombrajo’.

Mi padre ya lo sabía, y nosotros también. Pero cuando ocurría algo relacionado con él, todos ‘callaítos’. Al final, terminamos por dejarle la puerta abierta, por si se bajaba del ‘sombrajo’ y entraba a dormir en la casa, pero la mitad de las noches se quedaba en el ‘sombrajo’ dormido.


Por detrás del Tunar había unas choperas muy grandes y él tenía siempre una guerra con ‘Los Coronil’, el marido de Pepa Sarmiento, el hermano de Miguel —me sigue contando Catalina:

Uno subido en un árbol y él en otro. Y ellos siempre tenían preparadas unas hondas. Una pandilla se colocaba del río, para la parte del Tunar, y los otros para la parte de El Cobre; y así se hostigaban, tirándose piedras unos contra otros. Y en una de las veces que se pelearon le dieron a mi hermano Paco con una piedra en la cabeza, y lo tiraron al suelo. Me acuerdo que lo trajeron con una brecha en la cabeza y, Baltasar le decía a mi hermano:

—¡No te pasa ‘na’!, ¡no té pasa ‘na’!

Y lo llevó a la casa corriendo. Y cuando llegó, queriéndonos engañar, nos decía:

—¡El niño que se ha ‘caío’!, ¡el niño que se ha ‘caío’!

De esa se escapó y, ¡qué le ibas a hacer!, como se escapaba de todas, se le perdonaba todo. ¡No era ‘na’ Baltasar! ¡Menudo con el niño!

 Recuerdo cuando iban muchas veces por la vía arriba para el pueblo, que era el camino que usábamos entonces para ir a Algeciras, —me señala ahora Jaime— y ya cuando llegaban de vuelta del pueblo él se acercaba a la huerta donde estábamos nosotros. Recuerdo que por esa época nosotros teníamos un ‘atajo’ de vacas en la parte de abajo de las cañas, y metíamos a los animales para que se comiesen la yerba, que estaba al borde mismo de la vía. Y se quedaban con nosotros para que echasen un ojo a las vacas, y al marcharnos les decíamos:

—Cuando venga el tren, las retiráis, para que no las vea ningún jefe. Que no puedan ellos ver que están las vacas tan cerca de la vía.

Y ellos de mientras, se llevaban los tomates, berenjenas, cebollas… ¡vamos, todo lo que pillaban por allí!, que se llenaban sus bolsas y el ‘colco’ más tranquilos que la pana.
 

Cuando estuve yo trabajando en el molino de Escalona, —continua Jaime—, un día me apareció él andando, y fui yo y le di dos kilos de pan, yo ganaba dos duros por aquellos entonces. Total, que de allí se fue para otro sitio…

Fue una persona que poseía grandes cualidades humanas y, que le tocó y supo buscarse la vida desde muy chiquito. No se achantaba de nada, ni de nadie —me asegura Jaime.


Era una mañana del año 1.998. Año en el que se conmemora el centenario del nacimiento de Federico García Lorca. Año señalado para una muerte. Año que el destino eligió para llevarse a Baltasar. La muerte, siempre la muerte. Alguien que llevamos pegado a nuestra sombra, a nuestros talones, y que no nos la podemos quitar, aunque muchos piensen por su proceder que la vida dura eternamente. Esta señora vestida de negro, sobre las diez de la mañana del día dieciocho de Julio  de  mil novecientos noventa y ocho, arrebatándole la vida, entregaba su alma al creador por una trombosis cerebral: rodeado de todos los suyos, sentado en el patio de su casa. Yo diría que tanto la vida como la muerte son una misma cosa, algo natural. Sólo somos polvo, nos adaptamos de muchas formas y muy diversas, pero no dejamos por ello de ser polvo, y sin que nadie pueda impedirlo por ser un acontecimiento natural.

Este gran hombre llegó a formar parte del paisaje de su tierra, con su gente, mi gente… llegando a ser para muchos de nosotros, y para tantos que fueron los que le llegaron a tratar, persona dura en sus convicciones, por su coherencia en su forma de vivir, pero noble en su trato, tan personal. Persona elegante en su comportamiento y luchador por todo lo que amaba y a la vez para todos los que le rodeaban. Este hombre se creó un lugar en su pueblo. Yo diría que en la historia de El Cobre, de Algeciras y del Al-andalus, la patria de todos los andaluces, de a aquellos que tanto aman esta histórica tierra

Nacemos y morimos como un simple acto natural, como así ha sido y será siempre. Este hombre supo dar vida a estos lugares, aportando su trabajo y un gran espíritu de sacrificio y, ¡cómo no!, por su forma de pensar, que fue inquebrantable, firme y escueto en su vivir, en este hermoso lugar de la Vega de la que forma parte importante el río de La Miel. En la barriada de El Cobre. Una ciudad de la luz: Al-Yazirat Al Jadra, Algeciras, la que un día fue frontera del reino de Granada, que fue ciudad muy importante para el reino Nazarí, y que por ello fue destruida dos veces, dejando sólo sus cimientos, que tan generosamente están recuperando de sus entrañas los que se dedican a ‘desempolvar’ nuestra historia, nuestra cultura y nuestras raíces, nuestra idiosincrasia que a la postre será nuestro futuro como andaluces, todos los que aman esta tierra y a sus gentes.

“Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones.

Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra.

La tierra, el campo, han hecho grandes cosas en mi vida.

Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas,

tienen sugestiones que llegan a muy pocos.

Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles.

De lo contrario no hubiera podido escribir Bodas de sangre.”



Federico García Lorca







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