Me subí con mucho ardor a lo alto de una
montaña. Descansé del esfuerzo y disfruté de su panorámica. Llené mis pulmones
de aire y la vista se dejaba caer sobre el valle y sus gentes, sobre el río y
sus aguas. Era muy bello lo que veía. Mi alma volaba y mi corazón, sepultado en
mi cuerpo, sentía como sus latidos se adentraban por todos sus miembros. Chisporroteaban
sus ascuas.
Los picos de la sierra vigilaban el valle. El
río de la Miel lamía su cauce. Las cabañas del Cobre, a veces, se inundaban con
sus sanas aguas atormentadas.
Los caminos de la Trocha nos indicaban su
trazado a seguir mientras, el chaparro, los asientos se acomodaban, para
reponer sus fuerzas alrededor de su tronco.
Las bestias bebían sus aguas y las
madres de antaño, de rodillas, lavaban la ropa golpeando con sus manos en sus
piedras aplanadas.
Me senté en las piedras. Miré si había leña.
Encendí fuego y me calentaron las llamas... Cerrando los ojos miraba su cara,
sonreía por dentro y mi corazón lo acunaba.
Los troncos ardían con ganas, sus azules
llamas subían con fuerza buscando el cielo que nos arropaba.
Bajando la vista al crujir de los troncos
quejándose de sus llamas, que, dejaban un tupido manto blanco de ceniza y
sustancias.
El ruido del agua de un caño chiquito me dejó
sin habla.
Me acerqué a sus pozas y mi cara se quedó en
el agua. Veía el cabello blanco entre sus ascuas. Y desaparecían negros color
tierra con ella se mezclaban. Los troncos ardían en la vieja fragua chispear de
ascuas. El acero se funde. Las llamas lo forman, el blanco lo atrapa.
¡Unos sencillos versos de dedos humanos
sensibles y sinceros de un corazón pletórico de sueños, le hacen ser sincero,
romper una lanza y lucha sin miedos! Sus recuerdos atrapan.
Antonio Molina Medina